Los males de la buena gente

Luis Fernández Cuervo | Sección: Familia, Política, Sociedad

#08-foto-1-autorCada vez estoy más convencido de que  la principal culpa de todos los males del mundo, a veces monstruosos, no la tienen los malvados que los ejecutan sino esa buena gente que deja hacer, que no protesta, o si protesta lo hace con mansedumbre bovina y sigue metida en sus pequeños asuntos sin darse mucha cuenta de lo que está ocurriendo a su alrededor, mientras que el grupo de ambiciosos sin escrúpulos va dando los pasos necesarios y tejiendo las redes silenciosas para  de pronto apoderarse del poder, de todo el poder.

Así fue en Alemania con Hitler y el nazismo, en Rusia con Lenin y los bolcheviques, en China con Mao Tsé Tung y los comunistas, y en Cuba con Fidel Castro, bajando de la Sierra Maestra con disfraz de demócrata liberador. Siempre son minorías audaces, violentas y deshumanizadas. Y algo parecido ocurre en golpes políticos más pequeños: legalización del aborto, el falso matrimonio homosexual, los derechos y honores para el grupo de presión LGBT, o los madrugones de nuestra Asamblea Legislativa.

La frase de Edmund Burke, una y mil veces repetida, de que “para que las cosas vayan mal basta con que los buenos no hagan nada” me parece muy esclarecedora pero yo debo matizarla diciendo que esos “buenos” tiene muy poco de tales. La buena gente no es gente buena, porque dejan de hacer lo que tendrían que haber hecho y desde que el peligro comenzaba a insinuarse.

Desde el pasado siglo veinte, toda una persistente campaña de promover maldades, de destruir poco a poco la firme estructura social y especialmente la solidez de la familia, se ha ido instaurando con palabras bonitas, acompañada previamente de otra campaña lavadora de cerebros para que la masa humana mansurrona piense que ser un buen demócrata implica  aceptar que no hay verdades universales, que todo es debatible, que hay que ser tolerante con cualquier aberración sexual por monstruosa que sea y que la mejor libertad humana es como la de los animales, sin otras leyes que el instinto y el placer. Así, por fuerza de esa propaganda, millonaria en dinero, muy bien pensada y bien montada, se van inoculando ideas venenosas o paralizantes en la mente de las masas humanas, silenciando o conquistando voluntades de los que ofrecen alguna resistencia y mostrando una violenta intolerancia, con insultos y castigos sociales, en los pocos que no aceptan su iniquidad.

La inmensa mayoría, en cualquier país no estaba nada conforme al comienzo del desastre. Habría bastado, entonces, con un enérgico rechazo mayoritario y dejar  que cayera todo el peso de la ley sobre los infractores. Pero no lo hicieron. No se atrevieron, o minusvaloraron el peligro. No fueron ni inteligentes ni buenos.

El mal, ningún mal, tiene derechos; lo justo es que tenga castigos. Hay males que al ser inevitables, la prudencia política aconseja tolerarlos. Caso típico la prostitución. Desde la antigüedad se vio que erradicarla era imposible, había que tolerarla. Y así, en viejos tiempos, los prostíbulos también se nombraban con el eufemismo de “casas de tolerancia”. Lo que nunca ha sido razonable, sensato, es que males tolerables pasen a ser difundidos a bombo y platillo y encima se les exalte como si fueran  beneficiosos, tal como pasa con el orgullo gay, el transexualismo, la iniciación en el libertinaje sexual de los niños y adolescentes, la pederastia civil, la eutanasia, etc. Nada de eso habría ocurrido si la mayoría mundial se hubiera opuesto desde el principio con un repudio social rotundo y con toda la fuerza política y legal.

Ahora, aquí, estamos en un Estado progresivamente fallido. La buena gente política sigue dialogando con sordos y proponiendo acuerdos sistemáticamente burlados. Y la gran masa de la población, impotente, desahogando en las redes sociales la frustración por sus crecientes problemas. Y así ¿hasta cuándo? ¿Hasta que se nos instaure la dictadura de un partido? ¿O hasta que surja un salvapatrias?