El ministro que no fue

Daniel Mansuy | Sección: Educación, Política

#01-foto-1Si el ministro sale, es el fin de la reforma”. La frase pertenece al senador Fulvio Rossi, quien verbalizó así la fragilidad de Nicolás Eyzaguirre. En efecto, el ministro vive un momento complejo: su equipo fue intervenido desde Palacio, cada una de sus declaraciones es corregida por el jefe de gabinete, y hasta un entrevistador con evidente conflicto de interés se da el lujo de desmentirlo. Con todo, parece protegido por el carácter emblemático de la reforma que conduce: su salida equivaldría a un primer fracaso de la administración Bachelet.

En todo caso, la frase de Rossi asume que existe algo así como “una” reforma educacional, cuyos contornos, medios y objetivos serían nítidos y conocidos. Sin embargo, todos sabemos que aquello es una ilusión: el ministro ha mostrado grados de confusión preocupantes, que dan cuenta de una desorientación total. Llegados a este punto, uno tiene el derecho a preguntarse si acaso es posible llevar a cabo una reforma de este calado sin grados mínimos de consenso interno ni de claridad estratégica.

Todo esto podría ser gracioso si no fuera trágico. Estamos hablando de un ministerio bajo cuya responsabilidad se encuentran todos los estudiantes de Chile, en todos los niveles. Es un sector fundamental que corre el riesgo de paralizarse, pues vive en la más completa incertidumbre. Nadie da luces respecto de las nuevas reglas del juego. Esto vale para colegios subvencionados, universidades, centros de formación técnica y un largo abanico de instituciones que sólo quieren realizar su labor con cierta tranquilidad: hoy la oscuridad es la norma.

El gobierno cae así en una frivolidad bien insoportable, porque el país y nuestra educación se merecen algo más que esto. En todo caso, la frivolidad tiene una explicación bien simple: la Nueva Mayoría sigue rendida frente al movimiento estudiantil, que es visto como fuente inagotable de legitimidad moral. Eso explica que el ministro llegue hasta negar la representatividad de los apoderados, escogiendo de modo arbitrario sus interlocutores válidos (en un país normal esto generaría un escándalo mayúsculo). Y hay más. El ministro también se comprometió, ante los dirigentes de la Confech, a respetar el carácter vinculante de los “planes de participación”, que ellos mismos controlan. ¿Qué autoridad política puede ejercer un ministro que hace ese tipo de concesiones? ¿Por qué el Ejecutivo abdica de sus responsabilidades? ¿Cómo puede hacerse política renunciando ex ante a toda mediación?

En este contexto, no es de extrañar que cada anuncio del ministro sea seguido de una explicación en retroceso. En ausencia de convicciones de fondo, no existe la fuerza para enfrentar ningún tipo de resistencia. Es cierto que esto permite ganar tiempo, pero a un costo elevado. Eyzaguirre va horadando su propia credibilidad. Su palabra –única arma del político– es cada día más irrelevante. Si acaso es cierto que la salida del ministro implica el fin de la reforma, todo indica que su permanencia la tiene completamente paralizada. Alguien debería hacerse cargo de esta paradoja.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera.