El libre mercado es cristiano

Gonzalo Letelier Widow | Sección: Sociedad

Dado el título de esta columna, conviene comenzar formulando dos solicitudes. La primera es que el liberal apostólico, que defiende el mercado como quien defiende la Encarnación del Verbo, no se ilusione demasiado. La segunda, es que nuestro lector cuyas genuinas preocupaciones sociales lo han arrastrado hacia la izquierda del espectro político reprima su indignación y vuelva  a sentarse a leer.

En el fondo, el título provocador apela al hombre que queriendo huir de la ideología (tanto de la liberal como de la socialista) suele quedar un poco perplejo ante la necesidad de compatibilizar las evidentes bondades del mercado con la radical injusticia de muchos de sus efectos. Pocos sistemas son tan eficientes para producir riqueza, lo cual demuestra que, en lo esencial,  es verdadero. Pero, al mismo tiempo y sin contradicción, pocos sistemas son tan ineptos a la hora de distribuir esa riqueza, lo cual demuestra que es erróneo.

Evidentemente, no se pretende una solución definitiva al dilema. No la tengo y si alguien la tuviera, no cabría en estas líneas. Me limito a compartir algunas ideas que, me parece, podrían arrojar algo de luz.

Y el punto de partida es doble. O mejor, es un solo principio que tiene dos aristas. Primero: no existe error absoluto. El error total es tan completo que ni siquiera puede ser enunciado. Es lo manifiestamente absurdo; un círculo cuadrado. Segundo, y en consecuencia, las cosas funcionan y se pueden proponer por lo que tienen de bueno y verdadero. Aún la peor de las tiranías conserva algo de justicia. El día en que no la tenga en absoluto será el día en que caerá. Cuando no sólo no haya intercambios mínimamente justos entre las personas, sino que ni siquiera haya cosas que intercambiar, en ese momento, indefectiblemente, el  régimen se derrumbará. Cuándo ocurra eso, dependerá en buena medida de qué es lo que la gente considere como el mínimo esencial para vivir. Pero cuando falte eso, caerá el régimen.

Esto demuestra que, en lo esencial, el libre mercado tiene mucho de justicia. No es justo porque funciona, pero el hecho de que funcione significa que es, al menos en parte, justo.  La eficacia no es causa de la justicia, pero sí su más clara manifestación.

Pero este halago no es gratuito. Porque también es cierto que el error es más grave mientras más se asemeja a lo verdadero, y lo malo es más peligroso mientras mejor parodia lo bueno. Es mucho peor un genio malo que un tonto malo. Los defectos del libre mercado son extremadamente peligrosos precisamente porque se disimulan en su eficacia.

Volviendo al título, lo que se pregunta un hombre honesto es más o menos lo siguiente: ¿cómo puede decirse cristiano un sistema que permite (y, en principio, justifica) jornadas de 16 horas de trabajo a niños de 14 años en condiciones miserables; un sistema que inevitablemente concentra toda la riqueza en dos o tres manos dejando a los demás en la pobreza; un sistema que, en síntesis y en explícita oposición al pasaje evangélico, “da al que tiene y al que no tiene, incluso lo poco que tiene, se lo quita”?

Creo que el problema fundamental del sistema de mercado no está en estas consecuencias, que de puro obvias no son siquiera problemáticas. El problema está en que, considerado en su propia verdad (que es cristiana, como toda verdad), el libre mercado no es un sistema.  No es un modo de organizar la actividad económica, y menos aún de organizar la vida social. Baste constatar que, en la vida real, el motor de las acciones humanas no es la competencia, sino la amistad, el amor a los más próximos.

El mercado tampoco es una ley de la naturaleza. No las hay para la conducta humana. De hecho, es al menos curioso que la ideología que quiere ser definida por la libertad (el liberalismo) quiera someter la acción humana a leyes necesarias.

No es siquiera un principio de la economía, una técnica o un modo de hacer las cosas, entre otros muchos posibles, cuyas enormes ventajas compensan los defectos propios de todo método humano. Porque en este caso las desventajas son injusticia y sufrimiento humano, dos cosas que no admiten ser cuantificadas y menos aún confrontadas con beneficios materiales.

El libre mercado no es nada de eso porque no es un principio, sino un final. Es un efecto derivado del respeto de ciertos principios básicos de justicia. Juan Pablo II (Sollicitudo rei socialis 15) los enunciaba  como el derecho a la libre iniciativa económica, fundado en la subjetividad creativa del individuo. En otros términos, la dignidad de la persona exige que no se le impida ejecutar libremente aquellos actos lícitos que, ordenándose a su propio bien personal, redundan en el bien de todo el cuerpo social. La manifestación concreta de este principio es un libre mercado simultáneamente fundado y limitado por la dignidad de la persona. Lo que funda también limita.

Como buen efecto, el libre mercado no debe ser buscado directamente y por sí mismo. No es siempre bueno todo lo que lo favorece ni siempre malo todo lo que lo limita. Lo bueno que tiene, lo tiene por el principio que lo funda, el cual sí debe ser buscado por sí mismo. Y ese mismo principio se encargará, naturalmente, de ponerle los necesarios límites de justicia.

Límites de justicia que, lejos de obstaculizar la economía, la harán posible. La economía es parte de la ética; por eso sólo funciona por lo que tiene de justa.