Universidad y sociedad de consumo: ¿Alumnos o clientes? ¿Ocio o negocio?

Andrés Stark Azócar | Sección: Educación, Sociedad

Ante las recientes movilizaciones estudiantiles y sus lamentables consecuencias, cabe preguntarse: ¿hasta qué punto nuestra célebre “sociedad de consumo” condiciona lo que hoy entendemos por educación? Para aproximarnos a este interrogante, lo primero es constatar un hecho: en la actualidad las aulas de colegios y universidades ya no están integradas por alumnos sino abarrotadas de clientes. ¿Cuál es la principal característica de este nuevo consumidor? Una pujante “lógica mercantil” alimentada por un utilitarismo militante. Bajo este escenario, la ciencia y el saber parecen desarrollarse sólo al servicio de la técnica y el mercado, y la universidad, otrora espacio predilecto para la búsqueda de la verdad, se ha volcado a la producción de profesionales en respuesta a las constantes y caprichosas demandas del mercado. En este statu quo, donde abundan los derechos y escasea el deber, la carrera por el éxito condiciona el quehacer del estudiante y, por lo tanto, la obtención de un grado académico se traduce casi exclusivamente en una cuestión de supervivencia. En definitiva, de la mano de la tríada: eficiencia, eficacia y productividad, el “negocio” ha reemplazado al ocio intelectual, al saber liberal y desinteresado, a la “teoría”.

Ahora bien, si las universidades cierran sus filas dejando fuera a la teoría, ¿qué podemos esperar? En reemplazo de la sabiduría humana, la mera erudición prepara el camino hacia los “reduccionismos” y, por esta vía, hacia las ideologías y los totalitarismos encubiertos. ¿Descansa la actual crisis de la educación exclusivamente en un problema de recursos, financiamiento, equidad, en suma, en una proyección del péndulo que determina nuestra fauna política: más o menos Estado? Declarar que una parte es el todo mutila la realidad. En contraste, ¿es posible hablar de una crisis de autoridad? ¿Qué rol desempeña en esta crisis la falsa concepción de libertad –entendida sólo como ausencia de coacción– divulgada en nuestra sociedad? En este sentido, resulta desconcertante el predominio de una discusión alejada del verdadero meollo del asunto: la pregunta por el verdadero fin de la educación. Hemos reemplazado la formación de la persona humana en cuanto tal por el adiestramiento en competencias, habilidades y destrezas. Si como consecuencia de la “lógica mercantil”, la reflexión en torno al fin de la educación brilla por su ausencia en colegios y universidades, nuevamente cabe preguntarse, ¿qué podemos esperar como sociedad? Los propios docentes, salvo esperanzadoras excepciones, han sucumbido al creciente utilitarismo contribuyendo a la “instrumentalización del saber”. El nuevo docente es un simple eslabón en la lógica “proveedor-cliente”. Concentrando sus energías en asegurar un lugar de prestigio en la industria de la educación, es, ante todo, un funcionario que cuida con celo una imagen, aquella que emerge de la necesidad de reconocimiento, prestigio y honores por sobre el genuino deseo de saber por saber. En otras palabras, cerrando el círculo vicioso del consumismo, el otrora vínculo maestro-discípulo se desvanece ante la arremetida del proveedor-funcionario-cliente. Dentro del marco de lo que podríamos denominar una “tetralogía nihilista” –“relativismo, hedonismo, consumismo y permisividad”–, colegios y universidades aúnan fuerzas hacia la preparación para el mercado forjando el “hombre masa”. Son los nuevos consumidores altamente competentes para el uso irreflexivo –tener por tener– de las nuevas tecnologías, despersonalización del sujeto moderno que pareciera cumplir los ominosos vaticinios de Huxley, una felicidad de catálogo: nuestro propio “mundo feliz”.

En contraste y como primer paso hacia la superación de este aciago escenario, se yergue la urgente necesidad de rescatar la universidad como espacio privilegiado para la teoría. Teorizar es mirar desde afuera. Pero no sólo consiste en ver por ver, sino también tiene un sentido práctico: vigilar. Por eso, el theorein se relaciona con el mirar examinando en vistas de un fin. Para Aristóteles por ejemplo, la vida teorética es también una praxis. Pero no al modo del funcionario que hace cumplir las reglas, sino en el sentido que la vida del filósofo implica la práctica de la contemplación. La universidad, sin más restricciones que la búsqueda de la verdad, se opone a la simple erudición, al cientifismo o “pseudociencia”, en pocas palabras, a la suplantación de la filosofía por “filodoxa”.

“Los genios superiores no se distinguen por la mucha abundancia de las ideas, sino en que están en posesión de algunas capitales, anchurosas, donde hacen caber al mundo. El ave rastrera se fatiga revoloteando y recorre mucho terreno y no sale de la angostura y sinuosidad de los valles; el águila remonta su majestuoso vuelo, posa en la cumbre de los Alpes, y desde allí contempla las montañas, los valles, la corriente de los ríos, divisa vastas llanuras pobladas de ciudades y amenizadas con deliciosas vegas, galanas praderas, ricas y variadas mieses” (J. Balmes, El Criterio, XVI, 7).

En suma, la “lógica del cliente” no se contrarresta con más ideología, sino, por el contrario, abriendo espacio al saber liberal y desinteresado, a la contemplación desde las altas cumbres. Siguiendo a Jaime Balmes: “en este siglo de metálico y de goces, de dinero, placer y confort, en que las fuerzas del espíritu, la ciencia y el saber, se desarrollan sólo al servicio de la técnica y el mercado, falta meditar sobre la grandeza del hombre, su origen y su destino”.

Nota: Este artículo fue originalmente publicado por el Centro de Estudios Cultura y Sociedad.