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La identidad de la institución universitaria

Sin duda, el alcance de un discurso de este tipo es siempre limitado. Por una parte, los discursos con los que intentamos describir lo que somos, inevitablemente nos remiten a lo que todavía no somos, pero queremos ser; y, por otra, tales discursos siempre se quedan cortos a la hora de reflejar lo que de hecho hay. Por eso los discursos conscientemente controlados –paradigmáticamente los discursos institucionales— con tanta frecuencia despiertan recelos y sospechas, hasta que no se vean corroborados de algún modo por la experiencia.

Los discursos sobre la identidad

Esta sospecha está en la base de distintas estrategias de deconstrucción del discurso, para las cuales, a la hora de conocer a otro, parecería preferible analizar no lo que dice, sino lo que no dice; no lo que la representación exhibe, sino lo que la representación oculta; no lo que se controla conscientemente, sino lo que se escapa al control de la conciencia, los lapsus linguae, las reacciones espontáneas, los implícitos, etc.

El individuo posmoderno tiende a evitar excesivas definiciones, y muestra más interés en cómo mantener la individualidad y la libertad intactas

Al mismo tiempo, no podemos prescindir de los discursos con los que tratamos de aclararnos a nosotros mismos. El crecimiento de una persona o de una institución también se refleja en una mayor conciencia de los propios fines, en un empeño mayor para que esos fines impregnen las manifestaciones de la vida de esa persona, o de esa institución. Esto es lo que se persigue, por ejemplo, al explicitar en un ideario los rasgos más sobresalientes de una institución: ganar una mayor conciencia corporativa, que pueda luego traducirse en las acciones más ordinarias que tienen por sujeto a la institución; ganar control racional sobre las propias acciones, a fin de que se ajusten al ideario.

Reconocerse en la imagen corporativa

Ciertamente, la identidad no queda garantizada por la formulación del ideario; además, éste tiene que ser interiorizado y traducido en medidas estructurales y modos de hacer con los que la institución como tal se expresa hacia fuera. Pero, sobre todo, si esta expresión ha de ser expresión de algo, debe corresponderse con hábitos y modos de hacer vividos hacia adentro, en el interior de la institución.

A fin de que la indudable asimetría de ambos procesos –el primero más técnico, el segundo más vital— pueda mitigarse, y se evite la transformación de la imagen corporativa en mero simulacro, es importante que los miembros de la institución, más allá de su pluralidad evidente, puedan identificarse con, reconocerse en, la imagen corporativa, para lo cual la calidad de la comunicación interior, no en aspectos periféricos sino nucleares, resulta de importancia decisiva.

En nuestro contexto cultural, esta doble tarea es tan necesaria como difícil, debido a que la misma idea de identidad resulta excesivamente gruesa para nuestra sensibilidad posmoderna.

En efecto, si bien un aspecto de nuestra herencia moderna, típicamente romántico, nos lleva a valorar positivamente el proceso por el cual llegamos a tener una identidad definida, en la que se exprese nuestra peculiar aportación al mundo; el empeño posmoderno discurre más bien en dirección contraria.

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Tal vez escarmentado de las luchas fratricidas derivadas de la afirmación dialéctica de la propia identidad –aquí estamos nosotros, allí están ellos—, el individuo posmoderno tiende a evitar excesivas definiciones, y muestra más interés en cómo mantener la individualidad y la libertad intactas, soslayando el problema de la identidad. Por eso la cultura posmoderna experimenta una afinidad tan grande con la inconstancia de las modas, la ambigüedad de las imágenes, la fragmentación de las experiencias.

De peregrino a turista

Como sugería Bauman hace años, si la metáfora de la identidad moderna es la del peregrino, la de la identidad posmoderna es el turista, que acumula experiencias, sin hilo conductor alguno; o –como diría Benjamin— el paseante, que va de escaparate en escaparate. Si el moderno gusta de la reflexión y la coherencia, el posmoderno prefiere quedarse en la superficie, vivir el instante y despreocuparse de consistencias.

En nuestra época perviven elementos modernos y posmodernos entremezclados. Como posmodernos, tendemos a quedarnos en las primeras impresiones; como modernos, desarrollamos distintas estrategias de impression management: técnicas de control de la propia apariencia que, si bien recogen de algún modo el aspecto de competencia implícito en la noción de virtud, no garantizan en absoluto la rectitud de fondo que es inseparable de la virtud auténtica. De hecho, quien se acostumbra a dirigir sus acciones con arreglo a fines cortos, se vuelve gradualmente incapaz de referirlas a fines últimos. Por eso una organización puede estar compuesta de gente sumamente competente y funcional, que sin embargo es incapaz de conectar con el fin.

En general, dos rasgos característicos de nuestro tiempo, con grandes repercusiones en la cuestión de la identidad, son, por un lado, la desconexión de fondo y superficie, y, por otro, el presentismo, sin memoria para el pasado y sin apenas proyección de futuro.

En efecto, de un lado, la identidad no es tal si se reduce a un núcleo invisible, y no logra abrirse paso y dar cuenta de lo que se advierte en la superficie. Una identidad que no se expresa no es identidad alguna, puesto que no puede ser reconocida por nadie, ni siquiera por uno mismo, y ser reconocida es lo propio de la identidad.

Pero, además, para seres como nosotros, cuya existencia discurre en el tiempo, no hay identidad sin referencia al origen, y sin orientación a un fin que da sentido al presente. La identidad se preserva cuando el origen y el fin están vivos, actuales, en el presente.

Sin anquilosamientos ni originalidades falsas

Lo anterior vale tanto para las personas como para las instituciones: sin interiorización –hecha de reflexión y de hábitos– no puede haber exteriorización, manifestación de la identidad. Sin interioridad, la superficie es mera superficie, no es expresión de nada.

Sin embargo, mientras que el principio configurador de la identidad personal es algo interior al individuo –su alma—, el de las instituciones incorpora un elemento artificial. En la Política, Aristóteles atribuye al régimen una de las funciones que, en la vida individual, corresponde al alma: estructurar el cuerpo, dotarlo de una forma apta para expresar la vida. Pero, a diferencia del alma, el régimen no es principio de vida propiamente dicha. La vida de una institución procede de las personas: son ellas las que, con sus palabras, hábitos y modos de hacer, dan vida al régimen o, por el contrario, lo modifican.

Sin duda, preservar la identidad de una institución a lo largo del tiempo no es cosa fácil, pues el dinamismo y la inercia de la vida ejercen una presión constante sobre las formas institucionales asentadas. Weber habla de la “rutinización” del carisma que sucede a los momentos fundacionales; Durkheim, de los tiempos profanos que siguen a los momentos sagrados de entusiasmo colectivo. Para Simmel, la vida tiende siempre a superar la forma recibida para ir en busca de otra.

El problema de mantener la fidelidad al origen a lo largo del tiempo, evitando tanto anquilosamientos como originalidades falsas, fue lo que –según Hannah Arendt– llevó a los romanos a crear la institución del senado, que, como su nombre indica, estaba compuesto por los mayores. El título principal para pertenecer al senado, en efecto, no era de entrada la mayor sabiduría, sino la mayor proximidad al origen, al momento fundacional de Roma. La clase de sabiduría de la que era depositario el senado, la fuente de su autoridad peculiar, vino a constituir lo que se llama tradición, un principio de genuino progreso, en la medida en que, en medio de los cambios, garantizaba la identidad con el origen.

La autoridad de la tradición, elemento fundamental en la identidad de cualquier institución, lo es especialmente de la universidad, que nació como lugar de encuentro de profesores y alumnos, con el fin de transmitir y profundizar en el saber heredado. Precisamente la tradición es lo que entró en crisis con las revoluciones modernas y lo que ahora tratamos de recuperar reflexivamente, elaborando discursos sobre la identidad.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Aceprensa, www.aceprensa.com