Héctor Herrera Cajas. Homenaje a un hombre bueno

José Luis Widow Lira | Sección: Educación, Historia

Don Héctor Herrera Cajas murió el seis de octubre de 1997, hace ya once años y medio. Tenía 67 años de edad. Estaba en la plenitud de su capacidad intelectual y docente, y aunque joven para morir, él estaba convencido de que estaba viviendo tiempo agregado, pues sus antecedentes familiares así lo señalaban. Por eso mismo se preocupaba, porque pensaba que podía dejar tareas inconclusas. Don Héctor, que así le decía casi todo el mundo, repetía una idea que le sugirió la lectura de las «Cartas al Greco» de Nikos Kazantzakis: el problema no es que uno se muera, sino que son muchos los que mueren con uno, porque uno era el último que los recordaba y ya nadie hablará de ellos. Por eso don Héctor siempre se preocupó de enseñar generosamente acerca de los que fueron sus maestros. Hoy es el turno de los que conocieron a don Héctor de enseñar acerca de él. Ese es el propósito de este artículo.

Yo no fui ni alumno regular ni discípulo de don Héctor. Se de la genialidad de sus clases más por testimonios de amigos que por experiencia directa. Le escuché conferencias, pero no la clase normal de un curso universitario. Sus clases solían partir de un detalle: una palabra o un cuartel de un escudo, por ejemplo. Desde allí reconstruía y revivía un pedazo de historia en el cual el oyente se introducía casi inadvertidamente, seducido por el encanto y el misterio que sugería el discurso del profesor. Recuerdo todavía una conferencia sobre educación en la habló del ser caballero y las virtudes anejas. Partió de la palabra sinceridad. ¿Sabe usted, lector, de dónde viene? Pues de “sine cera”, sin cera. Cuando las celdillas del panal están sin el tapón de cera son transparentes, se puede ver a través de ellas. Y así, hablando de las abejas nos explicó que el hombre bueno y el caballero no tienen dobleces. Por eso, también, ofrecen la mano limpia en señal de saludo: no traen el puñal para clavarlo por la espalda. Don Héctor enseñaba estas cosas con la gracia añadida para el oyente de que, mientras escuchaba la clase, podía contemplar ante sus ojos a un ejemplar real y concreto de ese hombre bueno y caballero sobre el que él mismo hablaba. Don Héctor siempre, probablemente muchas veces sin proponérselo, enseñaba no sólo con su palabra, sino también con el ejemplo.

También supe más de oídas que por experiencia directa de su trabajo de historiador. Mis temas de filosofía no siempre se topaban con los de don Héctor: la historia antigua, la medieval, la de Bizancio. He leído más cosas de él en los últimos años que todo lo que leí cuando vivía. Incluso la teoría de la historia, de la que don Héctor fue el gran impulsor en Chile, no la visité yo, sino hasta unos años después de su muerte. Sin embargo, siempre escuché –nuevamente la enseñanza ejemplar del hombre bueno– de la seriedad de su trabajo. Don Héctor enseñó siempre que lo que se hiciera debía estar bien hecho. No se cansaba de repetir a sus cercanos –esto me lo contó mi amigo Pepe Marín– que al terminar algo, lo que fuera, uno pudiera decir siempre “Bendito seas por siempre Señor”. Yo le escuché decir que quien no fuera capaz de pelar los codos en el escritorio leyendo durante tres o cuatro horas, mejor que no estudiara historia. Las cosas, aunque costaran, o se hacían bien, o no se hacían. Por eso no fue casualidad que, sin buscarlo, llegara a ser uno de los principales bizantinistas del mundo, reconocido por la seriedad, profundidad y exhaustividad de su trabajo.

A quien le haya tocado en suerte tener a don Héctor por anfitrión, en su casa o en la Universidad, habrá experimentado el hacer bien hecho también en la actividad social. Hasta el día de hoy, quienes como estudiantes visitamos su casa –donde participábamos en conversaciones en las que don Héctor nos dejaba pergeñar ideas, sin nunca desmerecerlas, con las que pensábamos descubrir o cambiar el mundo, cuando no pasábamos de redescubrir una rueda, a veces algo cuadrada– recordamos la generosidad con que habría sus puertas para que lo visitáramos. Por supuesto, a cierta hora, se tomaba las manos y decía que ya era prudente que nos retiráramos. Es que si no, no dormía. Pero antes de eso nos había regalado con algún aperitivo servido elegante y señorialmente o, aun, con un almuerzo o comida preparada por él mismo. Algunos recuerdan también en don Héctor el paño de lágrimas por amores frustrados. Un desafortunado en amores, con el traste todavía muy dolorido, ¡hasta fue autorizado a fumar en el sacrosanto recinto se su escritorio! Y qué decir de la flor –a veces, ni más ni menos que un copihue– que cortaba de su jardín para ofrecer, en el momento en que se despedían, a las señoras o señoritas que participaban de las reuniones en su casa. Más allá del respeto reverencial que siempre despertó, estos detalles –además de su cara que muchas veces, no siempre, se inundaba de una expresión de cariño paternal– acercaban su figura a sus alumnos de manera que, manteniendo la distancia y el respeto propio por su autoridad y señorío, llegaban, sin embargo, a tener con él la cercanía propia de la confianza y la amistad.

Me tocó asistir también a reuniones sociales multitudinarias donde don Héctor era el anfitrión. Recuerdo particularmente una, en la que siendo rector de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, recibió a Blas Piñar, profesor, notario y político español. ¿Habría doscientos invitados? Probablemente más. Después de la conferencia, hubo un cóctel. Al terminar no había ninguno de los invitados que pudiera decir que no había estado conversando don Héctor. Es que renunciando a su propia entretención que le hubiese hecho quedarse allí donde la conversación fuera más amena o interesante, no había grupo al que no se acercara y con el que no hilara una conversación que no era simplemente de relleno. No se cómo lo hacía. Sí se que lo hacía y bien. En esa ocasión yo fui con mi amigo Mauricio Corvalán, sin acompañantes femeninas. Como nos vio llegar sin esa compañía, nos preguntó por qué y le dijimos que no sabíamos que la invitación las incluía. Se molestó con el responsable de hacer las invitaciones allí presente y nos pidió perdón. De más está decir que su molestia y sus disculpas sobraban. Pero el hecho muestra bien a don Héctor: rector con mil preocupaciones, anfitrión de un acto multitudinario, responsable de atender a un profesor extranjero y otros nacionales, y mil cosas más, pero aun así, él tenía la amable delicadeza de recibir a dos jóvenes estudiantes haciéndolos sentir como si fueran invitados principales. Era la misma fineza superior de espíritu que como rector le llevaba a gobernar en los grandes asuntos y afrontar los grandes –a veces duros y amargos– problemas, a la par que preocuparse por la presentación de los jardines de la Universidad.

Don Héctor fue valiente y justo. Enfrentó tareas y también personas con independencia de juicio, siempre buscando lo justo, sin rendirse a presiones políticas internas de las universidades en las que servía –predominantemente de izquierda– o a las de algún Ministro –de derecha– que concebía la educación como una cuestión de tecnócratas. Cuando hubo que tomar posiciones, en los años sesenta, durante los años duros de la “reforma”, cuando hubo que volver a combatir la presencia del marxismo en las universidades en los años ochenta, cuando tuvo que jugarse por personas, cuando en sus empeños administrativos en los gobiernos universitarios sufría las traiciones de cercanos, en todas esas ocasiones, nunca dudó en hacer lo justo.

Traigo a colación todas estas cosas, porque sin haber tenido la suerte de ser discípulo de don Héctor Herrera, sin embargo sí la tuve como para que me dejara ver en su ejemplo, las virtudes propias de un hombre bueno y de un académico serio tanto por sus virtudes morales como por las intelectuales. Y si no aprendí suficiente como para reproducirlas, al menos cumplo con contarlas para que otros, sobre todo las nuevas generaciones de universitarios, sí lo hagan y, haciéndolo, lleguen al menos a vislumbrar la riqueza de una vida universitaria que se tejía al calor de las relaciones de amistad con el maestro. Además, cuando a ellas les toque enseñar, podrán tener delante la figura de quien su sola memoria les exigirá hacerlo bien.

El 17 de abril de 2009, a las 19:00 horas, se presenta un libro en homenaje a don Héctor Herrera, titulado “Un magisterio vital: historia, educación y cultura. Homenaje a Héctor Herrera Cajas”. Será en el Auditórium Jorge González Förster, de la sede de Viña del Mar de la Universidad Adolfo Ibáñez, calle Balmaceda 1625, Recreo. La invitación es para todos.