Crisis económica, crisis familiar y sentido común

Gonzalo Letelier Widow | Sección: Familia, Sociedad

Hubo quienes pensaron que el papa “nuevo”, a diferencia de Juan Pablo II, nos daría un reinado más tranquilo, sereno, uno en el que prácticamente “no pasaría nada”. El papa estaría en el Vaticano, donde le corresponde, y desde allí, quizás haría un par de reformas de corte conservador dentro de la Iglesia, pero nada que le importe realmente al mundo libre de las ataduras de la religión. Y seguramente, escribiría un buen par de documentos de esos que, al final del día, nadie leerá. Porque, después de todo, es un intelectual, un hombre de libros…

Sin embargo, ha resultado que, de un modo completamente diverso, la actividad de nuestro papa ha sido, si cabe, aún más intensa que la de su predecesor. Uno de esos modos ha consistido en indicar sin rodeos y con una lucidez aplastante, con toda la caridad de un pastor y el rigor de un científico, los problemas más profundos que aquejan a nuestra civilización. Precisamente aquellos que, si bien conocemos, no queremos reconocer.

En una de sus intervenciones más recientes, dirigiéndose al sínodo de obispos, el Santo Padre comentaba la actual crisis financiera. Su conclusión fue categórica y contundente: el que pone su fe en el dinero construye sobre arena, pone los cimientos de su vida en ilusiones. “Vemos con el colapso de los grandes bancos que el dinero sencillamente desaparece, que no significa nada, y que todas las cosas que nos parecen tan importantes, en realidad son secundarias”, afirmó. Es decir, lo que nos falta, contra todas las presunciones de un falso “sentido común”, es el verdadero realismo, uno que nos haga ver cómo la única construcción sólida que puede realizar el hombre, es aquella que no es humana. En último término, decía el papa, la palabra de Dios.

Por otra parte, hace algunas semanas, Rocco Buttiglione dijo en una conferencia en la Universidad Católica algo que a primera vista nos resulta sorprendente: “la crisis financiera de los estados europeos es la crisis de la falta de familia”.

La relación, sin embargo, es mucho más clara de lo que parece. Después de todo, la familia, pequeña Iglesia fundada en el matrimonio, imagen de la unión de Cristo con su Iglesia, es el modo en que el hombre participa de la Creación divina, procreando.

Por eso, más allá de las modalidades particulares, el único modo de destruir a la familia es desnaturalizarla: quitarle su naturaleza íntima para reemplazarla por otra, cualquiera que sea, la cual, necesariamente, responderá a intereses humanos. Es decir, se intentando fundar sobre arena algo que es divino, roca. Frente a cualquier otro ataque, sea éste de defectos personales, dificultades de convivencia, enfermedades o problemas materiales, la familia está preparada para resistir, y siempre saldrá triunfante. Mientras siga siendo familia, resistirá y permitirá superar todos los pequeños (o grandes) problemas y defectos de sus miembros. Lo que no puede soportar es que se la falsifique.

El síntoma más claro de la debacle familiar en Europa es la crisis demográfica, que hace ya bastante tiempo dejó de ser inminente para hacerse absolutamente real y presente. Los europeos (y los chilenos, prontos a imitarlos) ya no tienen hijos, el fruto del amor verdaderamente conyugal, precisamente porque los esposos se unen para otra cosa, cualquiera que sea, desnaturalizando la familia. Curiosamente (o no tanto), las razones aducidas suelen ser de carácter económico. Como tener hijos es demasiado caro, no son compatibles con esos placeres y comodidades (“necesidades”, les llamamos) a los que el europeo (y el chileno) medio, hijo de la sociedad del bienestar, no está dispuesto a renunciar. Por eso, tampoco hay matrimonios mientras no se tenga la vida completamente solucionada, y no hay hijos mientras no se pueda estar seguro de poder darles todo. Pero, ¿qué tan seguros? Bueno, tan seguros como se puede estar. Tan seguro como lo son mis cuentas en el banco, tan seguro como mis inversiones en la Bolsa, a las cuales superviso personalmente o, mejor aún, pago a un experto para que me las supervise. A un experto de esas mismas instituciones financieras que hoy se están derrumbando.

En un noticiero italiano de hace pocos días, presentaron un reportaje sobre el fenómeno del “bullismo” en los colegios, el abuso colectivo a un compañero de curso, que llega a niveles de crueldad absolutamente irracionales. Mientras los padres se preguntaban, perplejos, por las raíces de un problema que no logran comprender (“después de todo, a nuestros hijos nunca les faltó nada”), el diagnóstico de los expertos era clarísimo: lo que hace falta, obviamente, no es la presencia y dirección amorosa y severa de los padres, sino asesorías psicopedagógicas a nivel de dirección del colegio y espacios de intervención directa con los alumnos, en forma de talleres de socialización y jornadas de reflexión sobre el problema.

Por diversas que parezcan, la miopía de estos expertos es la misma que la que está derrumbando los mercados y que dejará en la calle y matará de hambre precisamente a aquellos que jamás han puesto un pie en la Bolsa de Comercio.

Unos llaman familia, es decir, roca, a un mero contrato de convivencia; otros llaman Dios, la roca del salmista, al dinero, el ídolo Mammón que, como todos los ídolos, tiene los pies de barro, es decir, de arena (cocida, eso sí, para aparentar solidez); otros por último, pretenden reemplazar la educación familiar, roca fundada en la convivencia cotidiana de sus miembros, por la arena y la paja de alguna teoría científica de moda.

Es la miopía, en fin, de todos nosotros cuando ponemos el culto a los ídolos en el lugar del verdadero sentido común.

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