La codicia y el orden económico. Una mirada desde la ética

José Luis Widow Lira | Sección: Sociedad

Se ha señalado a la codicia como causa de la crisis financiera que tiene al mundo por las cuerdas. Evidentemente que dar razón de esta crisis es más complejo. Podrían señalarse algunos elementos que concurrieron simplemente por casualidad: por ejemplo, nadie podría decir que fue intencional –y producto de la codicia– la concurrencia del alza en las tasas de interés el año 2006 y el descenso de los precios de las viviendas debido al exceso de stock. Y así, otros.

Sin embargo, es indudable que en muchos de los eslabones que llevaron a la crisis hubo decisiones humanas, es decir morales, que estuvieron en el origen de la crisis y que ayudaron a que fuera más grave. Probablemente muchas de esas decisiones, además, tuvieron efectivamente a la codicia como motor. Personas particulares que, teniendo como referencia sus ingresos o patrimonio, se endeudaron más allá de lo razonable para comprar una vivienda. Los bancos que prestaron dinero a esos particulares poco solventes, asumiendo un riesgo que los hechos demostraron que fue excesivo. Esos mismo bancos, que crearon instrumentos para vender en el mercado financiero y así obtener financiamiento para los créditos que otorgaban, escondiendo el riesgo que tenían detrás. Las ventas cortas una vez que la crisis ya estuvo desatada. Estas acciones parecieran haber estado, al menos en algún grado, marcadas por un deseo desmedido de aumentar la propia riqueza, en otras palabras, por la codicia.

El problema más grave, sin embargo, me parece que no es tanto que haya habido personas que actuaron codiciosamente –siempre existirán los aprovechadores e inescrupulosos–, sino el hecho de que la codicia, muchas, demasiadas veces, es tratada y enseñada como si fuera una virtud. Cuando el sólo interés individual se constituye en el motor principal –aunque no sea único–, de la actividad de cualquier agente económico, casi con toda seguridad estaremos en presencia de un codicioso. Pero esto es asumido como normal en muchos ambientes. Cuando se enseña en las aulas que la satisfacción del interés individual es el motor primero de la economía sin añadir ni precisar nada más, probablemente se está formando los futuros codiciosos que desatarán las crisis. Cuando se inculca que el fin de la empresa es maximizar el beneficio del accionista o propietario, se está de hecho, consciente o inconscientemente, afirmando que el valor máximo al cual se subordinan todos los demás es la riqueza y, con ello, se estará impulsando un deseo desmedido de ella. No se trata por supuesto de que el interés individual no sea relevante y que deba ser desconocido. Ya conocemos demasiado bien los desastrosos resultados de las economías socialistas. Tampoco de que no haya que recompensar adecuadamente al propietario. Sin una buena recompensa al esfuerzo y al riesgo no hay inversión, sin inversión no hay trabajo y sin trabajo hay hambre: es de interés común que el propietario de un bien de capital obtenga de él un beneficio razonable. Menos se trata de que la riqueza sea algo intrínsecamente malo, como parece desprenderse del discurso de ciertas personas que rasgan vestiduras ante su solo nombre, hasta que logran ellas mismas, por la vía que sea, hacerse de un patrimonio abultado. El asunto, creo, es que el fin de la economía –y de los agentes económicos– es más complejo que lo que suele indicarse y por eso, cuando es reducido al afán de lucro, trae siempre aparejados problemas.

La actividad y el orden económicos no pueden independizarse del bien humano total. Si es verdad que sin los bienes económicos no se puede vivir bien, también lo es que por sí solos no hacen más humana la vida. Los bienes económicos serán una ayuda para llevar adelante una vida buena y humanamente lograda cuando estén subordinados a aquellos otros que son formalmente humanos, como la educación, la cultura, el arte, la religión, etc. Esto quiere decir que el saber que tiene por objeto esos bienes económicos, la economía, no puede ser reducido a uno puramente técnico. Es un saber primordialmente moral, aunque, por supuesto, incluya un aspecto técnico. La economía debiera ser enseñada como parte de la moral, sujeta a sus principios y sólo luego como un asunto técnico en el cual hay que considerar leyes y principios que operan más allá del orden estrictamente voluntario. Lamentablemente lo que suele ocurrir es lo contrario: allí donde se llega a enseñar ética en relación con los negocios –en muchas partes brilla por su ausencia–, la ética suele ser un adorno, un envoltorio de una realidad que en sí misma, intrínsecamente, es concebida sólo como técnica.

Cuando el interés individual es llevado a una condición de motor principal de la economía, ésta termina por tecnificarse, porque entonces la atención se va directamente a las leyes y principios que de una u otra manera operan al cruzarse los intereses de diversas personas, independientemente de lo que ellas busquen intencionalmente. Las acciones humanas son analizadas, entonces, con independencia del bien total del hombre al cual debieran subordinarse. Si se quiere, la teoría económica se funda sobre una gran simplificación, que es, a fin de cuentas, un reduccionismo.

La economía no puede desentenderse, como decíamos, del bien total de la persona. No es este el lugar para sintetizar las razones, pero tal subordinación supone que toda la actividad económica debe ser pensada y realizada no sólo para procurar el bien individual, sino también el común; no exclusivamente para aumentar la riqueza, sino también para realizar un orden justo. Algo de esto es lo que pareciera estar, aunque todavía muy en pañales, en algunas de las teorías acerca de la Responsabilidad Social Empresarial.

Es difícil explicar en pocas líneas las inmensas consecuencias que podría tener para el orden y la actividad económicas el cambio del paradigma desde el cual se entiendan: si el técnico, o el ético o moral; si el del sólo lucro individual o el del beneficio común. Para hacerlo, me limitaré a mostrar algunos ejemplos, a partir de los cuales, espero, podrá entenderse parcialmente lo que trato de decir. Un banco vende créditos. Si su fin como empresa es la maximización del beneficio del accionista, probablemente pondrá metas a los vendedores que les obliguen a colocar esos créditos atendiendo a muy poco más que al cumplimiento de ellas (dicho sea de paso que una de las cosas que más asombran de muchas empresas es la arbitrariedad con que, anualmente, suelen determinar esas metas: por ejemplo, si un año se vendió X, el siguiente deberá ser X + el 10%, porque sí). Por supuesto que a cada vendedor se le exigirá que venda en las condiciones lo menos riesgosas posible, según la rentabilidad a la que se aspira. Pero ello no evitará que la atención esté puesta primero en el hecho de vender y no en la justicia de la venta o en el bien común social. En un banco en el que la ética no es un adorno, sino el corazón de su actividad, el vendedor de créditos, aunque por supuesto deberá ser eficaz y eficiente a la hora de vender, será, sin embargo, al mismo tiempo, una suerte de asesor financiero de su cliente. Eso implicará guiarlo en todo lo necesario para que desde el punto de vista de su bien total tome una buena decisión. De esa manera, si un cliente pide un crédito de un cierto monto que con el ingreso actual puede pagar, pero al mismo tiempo su fuente laboral es precaria, probablemente habrá que aconsejarle que no tome el crédito y no, simplemente, vendérselo aumentándole la tasa debido al riesgo que implica.

Es lo mismo que ocurre cuando una persona va a comprar un equipo de música. El vendedor debe asegurarse, en la medida de lo posible, de que el equipo que le venda satisfaga sus expectativas, en vez de hacer que se lleve otro cualquiera –alguno de los disponibles en la tienda–, para que descubra en casa que no obedece a los requisitos deseados. El vendedor tiene que ser un asesor que, en el caso de no contar con lo que el cliente busca, debe decir sencillamente: “no tengo lo que desea”.

Estos ejemplos son la punta de un iceberg. Debajo del agua hay otra manera de concebir la empresa y los negocios: las metas de venta obedecen a objetivos y políticas comerciales más complejas; el fin no es simplemente la maximización del beneficio, sino la felicidad de las personas; la cultura de la organización es distinta y, con ella, el ambiente humano es edificante. Hasta la manera de llevar la contabilidad variará y, por supuesto, la forma en que se evaluarán los nuevos proyectos. En fin, podrían señalarse muchas cosas más, pero no es el lugar. Sólo resta decir que si la economía se concibiera y enseñara así, por lo menos habría habido menos probabilidades de que se cometieran los abusos que nos condujeron a la crisis en la que estamos.

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