El ateísmo de J. P. Sartre y el misterio de su vida

Luis Fernández Cuervo | Sección: Arte y Cultura, Historia, Religión

Afirmé en un artículo anterior que “vivir un ateísmo radical, profundo, hasta las últimas consecuencias de esa postura, es algo prácticamente imposible y que tarde o temprano lleva a una alternativa: la conversión o el suicidio.”

El problema de Dios o de no-Dios se lo plantearon de la manera más radical los filósofos existencialistas. Sören Kierkegaard, “el padre” de todos ellos, lo resolvió así: a) “Las ideas objetivas (matemáticas, física, ciencias, etc.) no son esenciales para la vida. No son de vida o muerte.” b) “Lo importante es si el Cristianismo es verdadero o no, si Cristo resucitó o no. Ahí no caben términos medios: hay que decidir. Optar: o lo uno, o lo otro.” c) Europa camina hacia su ruina, con gente cada vez más cobarde ante lo esencial. Su cobardía es una cobardía vital.” Pienso que esa cobardía vital, no plantearse la opción “b”, vivir en superficie, es una plaga que se ha ido extendiendo mas allá de Europa, incluyendo gente de nuestro país.

De los existencialistas, el más ateo fue el francés Jean Paul Sartre (1905-1980). Para Sartre el hombre es libertad, es lo que él mismo se hace –ahora diríamos “la autorrealización”–. El hombre también es “una pasión para fundar el Ser, constituir el En-Sí, el ser que es causa de sí, es decir, Dios. Pero la idea de Dios es contradictoria y nos perdemos en vano”.

A veces –sigue Sartre– el ser humano se sumerge en la mala fe: se niega a elegir y se refugia en lo cotidiano, lo común, etc. y entonces se cosifica, se hace cosa. Hoy diríamos: “se masifica”.

Para colmo de esta visión egocéntrica, Sartre piensa que no cabe una autentica relación con los otros seres humanos porque, al conocerlos, “los convierto necesariamente en objetos” y por tanto “el infierno son los otros”. Ante esta realidad, y la evidencia insoslayable de la muerte, Sartre decide que todo está de más y por lo tanto la consecuencia es la náusea y el concluir que “el hombre es una pasión inútil”.

El ateísmo de Sartre es profundo, radical, pero toda vida encierra misterios. Por eso mismo, juzgar a una persona es algo que solo Dios lo puede hacer con justicia y conocimiento plenos. Y Jean Paul Sartre es un caso que ilustra muy bien esto.

Estamos en 1940, en la Segunda Guerra Mundial. Jean Paul Sartre tiene 35 años y es uno de los doce mil soldados franceses prisioneros en un campo de concentración nazi en Alemania. Los capellanes católicos obtienen permiso para celebrar la misa del Gallo en la Navidad. Se estaban ensayando villancicos pero Sartre –primera sorpresa– les propone algo más: celebrar un Misterio Navideño.

Sartre escribió, dirigió y representó un Auto Sacramental, que fue su primera obra teatral. Se llamó “Barioná, el Hijo del Trueno”, obra perdida para el gran público hasta que la descubrió y la hizo reeditar un profesor universitario español, José Ángel Argejas.

En esta ocasión la jefatura del Lager no le niega el permiso y no le censura ni una línea. Sartre se encarga de todo, texto, dirección, ensayos, vestuario, etc. y además se incluye entre los actores, pero –segunda sorpresa– no representará al existencialista ateo “Barioná”, sino que interpretará al Rey Mago Baltasar.

La edición española actual de Barioná, el hijo del trueno lleva el subtítulo de “un ateo que presenta mejor que nadie el Misterio de la Navidad”. Ese juicio corresponde al teólogo René Laurentin, para quien, después de los Evangelios, esta obra de Sartre es la que más le ha ayudado a ver el Misterio de la Navidad. Sartre presenta la lucha de la libertad humana afirmándose contra Dios, pero lo hace conduciendo magistralmente a su auditorio hacia la admiración del misterio de Belén y al compromiso y la respuesta personal que exige el Cristo-Niño, el Dios-con-nosotros. Y es Sartre, interpretando al Rey Mago Baltasar –tercera sorpresa– el que anima al ateo Barioná, a que acepte el nuevo sentido que tendría su libertad si reconocía al Niño como el Mesías salvador. Al acabar la función, Sartre estuvo –cuarta sorpresa–, con el resto de los prisioneros, en la misa del Gallo.

Se puede interpretar todo esto de muchos modos. ¿Fue sólo por respeto a sus compañeros de cautiverio, muchos de ellos católicos, por lo que trató tan bien la postura creyente? ¿Fue por agradecimiento con alguno de los capellanes católicos de aquel Lager? ¿O fue porque ese Sartre joven quiso retarse a sí mismo representando lo que no creía y atacando lo que creía? Pero, ¿por qué tuvo tanta fuerza persuasiva la tesis cristiana en esa obra suya? ¿Fue porque el Espíritu Santo “sopla donde quiere”? En cualquier caso, allí no se cumplió lo de que “el infierno son los otros”.

Después, ya liberado, su ateísmo amargo y radical cobró mayor énfasis, le rindió buenas ganancias en la venta de sus obras y en su fama literaria hasta llegar a un Premio Nobel que rehusó. Sus relaciones íntimas tan conflictivas con la musa del feminismo ateo, la Simone de Beauvoir, también contribuyeron para afirmar esa postura. Así se mantuvo, muy lejos de Dios, durante muchos años. Pero…

Hace tiempo, en un editorial del ABC español y en un libro leído sobre Dios y el universo –creo que era de Etienne Gilson, conversando con dos físicos de origen yugoeslavo– tuve indicios de un cierto cambio en el ateísmo de Sartre. Más tarde apareció en un diario francés.

Fue Le Nouvel Observateur el que recogió un diálogo de Sartre con un marxista, pocos días antes de su muerte. Sartre dijo allí: «No me percibo a mí mismo como producto del azar, como una mota de polvo en el universo, sino como alguien que ha sido esperado, preparado, prefigurado. En resumen, como un ser que sólo un Creador pudo colocar aquí; y esta idea de una mano creadora hace referencia a Dios».

Esas pocas palabras fueron como una bomba para muchos de sus admiradores. Simone de Beauvoir quedó alucinada y se dedicó, con verdadera saña, a ocultar esa “claudicación”. Norman Geisler, (en The intellectuals Speak out About God, Chicago 1984) recoge la consternación que esa confesión de Sartre produjo en todos sus colegas. El hecho era una noticia-bomba. ¿Por qué no estalló en las mejores páginas de los grandes diarios del mundo?

A mí no me extraña demasiado ese silencio. Es lo habitual. Tampoco se ha dado publicidad a la muerte de Voltaire, como católico. Tampoco figura en muchos espacios de Internet la conversión al catolicismo del Premio Nobel Alexis Carrel; ni otros muchos ateos ilustres que alcanzaron la fe; ni de como Albert Camus, poco antes de su muerte en accidente, quería creer; ni de un montón de anticlericales que mueren contritos y confesos, ni de etc., etc., etc.

Para los que dominan las Agencias de Prensa internacionales y otros grandes Medios Informativos, siempre hay grandes titulares y generosidad de espacios para cualquier escándalo eclesiástico o para todos los saramagos del mundo que hacen alarde de estar contra Dios o contra su Ley Moral Universal.
La Verdad tiene su hora, su Juicio Universal, pero también algo mucho más modesto: algunos rayitos de luz en Internet, para el que sabe buscar.

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