Verdad, libertad, tolerancia

Pablo Cabellos Llorente | Sección: Sociedad

San Agustín escribió en sus Confesiones: “He encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera dejarse engañar”. El deseo de verdad es consustancial al hombre. Por ello, es muy difícil estar de acuerdo con el concepto de libertad como pura elección, en la que no importa tanto acertar como el simple hecho de elegir. Es cierto que existe el derecho a ser respetado en el propio camino para optar, pero también existe el grave deber de buscar la verdad y seguirla una vez conocida, como se lee en Veritatis Splendor. Es obvio que no siempre la búsqueda de la verdad es de fácil encuentro y seguimiento, pero el hombre es aquel que busca la verdad, como diría el mismo Juan Pablo II en Fides et Ratio, aseverando que sólo los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona realizando su naturaleza, si bien intereses de orden diverso condicionan la verdad o incluso, no pocas veces, es evitada por el hombre a causa de sus exigencias.

Avanzando algo más, añadiría que verdad y libertad guardan una relación intrínseca, de modo que todos eligen su libertad de acuerdo con su verdad. Otra cosa es acertar. Y no parece razonable argüir que mi libertad es autónoma, que su ideal es realizar sus inmediatos deseos alegando que este comportamiento no perjudica a los demás. A esta forma de conducirse le salen vías de agua. Es patente que hay comportamientos de daño inmediato a terceros: robo, asesinato, terrorismo, aborto, divorcio, calumnia, maltrato de la naturaleza, invasión de la intimidad, etc. Pero ningún tipo de conducta ni ley alguna afectan solamente a los que las eligen.

Pensar que cualquier valor –o disvalor– es bueno para el que lo selecciona, si no perjudica a nadie, a mi modo de ver, encierra dos errores. En primer lugar, es muy cuestionable que toda elección sea buena para su autor: la espontaneidad no es siempre un valor seguro ni garantía de opción para valores seguros. Por otro lado, nada de lo que se realiza en este mundo es ajeno a los demás: el hombre es naturalmente social, y difícilmente puede constituir un ideal el ejercicio individualista del libre arbitrio. A modo de inciso, podríamos recordar que mostrar humanidad –solidaridad– no casa con esta actitud propiciada por algunas corrientes de tolerancia. Además, vivir con humanidad respecto al otro es mucho más que tolerarlo y, por supuesto, que la actitud autónoma de quien elige sin pensar en otros, a los que, sin embargo, exige tolerancia.

Pero vayamos de nuevo al posible daño a terceros: ¿es cualquier estilo de vida equiparable a los demás sólo porque a nadie se obliga a elegirlo?; ¿es ética cualquier ley por causa de la tolerancia y de su no obligatoriedad para el que no lo desee? Tomás de Aquino escribió que no es competencia de la ley humana prohibir todos los vicios, pero no es igual no prohibirlos que convertirlos en derechos. En este caso, pesa más en la ley la idea de espontaneidad y autonomía que cualquier referencia a la naturaleza del hombre y, por tanto, a la racionalidad de esa ley. Cuando la vida jurídica se subjetiviza, afecta a todos. La ley pierde todo valor ejemplar y la autoridad, reducida a ser un árbitro, a duras penas construye, como mucho, algún límite provisional a los deseos individuales. Pero los límites van cediendo lo inimaginable.

Es cierto que el bien de la sociedad no es tal si no lo es para las personas individuales, pero esto no basta. Quizá la tolerancia más honda sea buscar la naturaleza de las cosas y, con ella, el bien común, un concepto casi perdido que, a mi modo de ver, es fundamental. Ese bien común no es la simple suma de bienes o derechos singulares, sino un patrimonio común, la posibilidad de comunicar, de compartir, de participar, de ser comunidad, de amar. Si no compartimos bienes, tareas, leyes, relaciones vitales, sin comunión entre las personas, la institución comunitaria, como afirma Yepes Storck, es un puro sistema, una máquina sin alma.

Los ilustrados impulsaron en parte esta Europa moderna de la tolerancia, pero quizá no previeron el desbordamiento actual, que seguramente nos debe llevar a reflexionar hasta qué punto son legítimas algunas exigencias, pues, como dice Benedicto XVI, “el relativismo moral mina el funcionamiento de la democracia, que por sí misma no basta para garantizar la tolerancia y el respeto entre los pueblos”.




Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Conoze.com.

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