¿De quién son mis ojos?

María Martínez López | Sección: Familia, Vida

Las familias del futuro –profetizan e incluso celebran algunos– serán mucho más difíciles de dibujar que las normales –tradicionales, dicen–: padres legales (parejas e individuos hetero u homosexuales), donantes de óvulos y espermatozoides, madres-incubadora, medio-hermanos desconocidos… Muchos de los que participan en esta industria que mueve cientos de millones de euros han asumido, a la vez, ser sus víctimas. A los niños, en cambio, se les impone esta situación. Los pocos que no terminan como embriones desechados están empezando a hacer oír sus quejas.

Katrina Clark sabía desde pequeña que su padre era un donante de semen y, aunque a veces soñaba con «un hombre alto y delgado» que jugaba con ella, no asimiló realmente su situación hasta la adolescencia: tras una discusión familiar, «la sensación de vacío cayó sobre mí. Me di cuenta de que, en cierto sentido, era rara. Verdaderamente nunca tendría un padre. Por fin entendí lo que significaba ser concebida por un donante; y lo odié. Cuando leo lo que dicen algunas mujeres sobre su opción de maternidad, me siento degradada a poco más que una ampolla de semen congelado». El Washington Post publicó su testimonio hace dos años. El semanario Newsweek había reproducido, ya en 1994, un testimonio muy similar, de otra joven, Margaret R. Brown, concebida in vitro: «Tengo el sueño recurrente de estar flotando en la oscuridad mientras giro sin parar cada vez más deprisa en una región sin nombre, fuera del tiempo. Soy una persona que nunca conocerá la mitad de su identidad. ¿De quién son mis ojos? Me he preguntado si no habrá otros secretos que se me ocultan».
Las primeras generaciones de niños probeta están llegando a la edad adulta, y algunos comparten testimonios como los que se describen en el párrafo anterior. El psiquiatra don José Cabrera ha conocido a varios de esos hijos, «que tienen una depresión permanente. Un factor seguro de esta depresión es la tristeza» por el modo de haber sido concebidos. Incluso «aunque no lleguen a la depresión, se caracterizan por una cierta tristeza generalizada, por saberse no concebidos en un acto de amor». Es más, si se ha usado el semen de un donante, «se les ha fabricado huérfanos y tienen muchas preguntas como: ¿tengo alguna raíz cierta? ¿Soy un hijo deseado, o necesitado para cubrir una necesidad obsesiva?» También está el gran peso psicológico, por la expectación que han generado.

La referencia al padre, vacía

Doña María Dolores Vilá Coro, jurista experta en Bioética, explica en su libro Huérfanos biológicos la importancia de que exista, al menos, un padre referencial (fallecido o divorciado) conocido, aunque incluso esto puede influir en el desarrollo de los hijos. Cuánto más con la fecundación artificial con semen donado, donde la figura paterna queda excluida, incluso si hay un padre legal (caso de Margaret) o social (pareja de la madre, caso de Katrina).

Cuando se empezaron a oír las voces de los huérfanos biológicos, el Reino Unido dio marcha atrás en su ley y eliminó el anonimato en las donaciones de semen y óvulos. También han empezado a surgir, en Inglaterra y Estados Unidos, asociaciones que les ayudan a localizar a sus padres y hermanos biológicos. Una lucha similar a la de los hijos adoptados que luchan por conocer sus orígenes, aunque los niños probeta reciben mucha menos comprensión de la sociedad.

¿Por qué dan tanta importancia estas personas a la biología, cuando han podido recibir mucho amor de sus padres legales? Quienes critican así cualquier intento de limitar la reproducción asistida, paradójicamente, no plantean, por coherencia, otra muy similar: ¿y por qué dan tanta importancia a la biología unos padres que prefieren encargar un hijo in vitro en vez de adoptarlo?

Más allá de la incomprensión que todavía sufren, en muchos países están discriminados frente a los hijos adoptados, a los que sí se reconoce el derecho a conocer a sus padres. El interés de las clínicas, en cambio –explica la doctora Vilá Coro–, es mantener el anonimato «porque es el medio de mantener a los donantes».

Incesto biológico y enfermedades

Las mismas autoridades que tanta prisa se han dado en ir regulando las técnicas de reproducción artificial, han mostrado mucho menos interés en aplicar los límites establecidos por ellas mismas. La primera ley española, de 1988, ya preveía la creación de un registro de donantes –preservando el anonimato–, para evitar que un mismo donante engendrara más de seis hijos vivos y que éstos pudieran encontrarse sin saber su parentesco y tener hijos, con el riesgo de enfermedades hereditarias que eso conlleva. Hoy en día, nada impide que un mismo donante acuda a varias clínicas de varias ciudades, y engendre hijos en todas ellas. En Australia se han dado varios casos en los que hasta 30 mujeres de una ciudad pequeña han tenido hijos del mismo donante.

Pero el ser una persona probeta no sólo entraña riesgos psíquicos y de incesto biológico. La concepción se realiza en condiciones artificiales, y se fuerzan fecundaciones con óvulos y espermatozoides de poca calidad, inmaduros o incluso con sus células precursoras (que tienen el material genético pero carecen de otros elementos necesarios). La implantación de varios embriones produce tasas muy altas de embarazos múltiples y partos prematuros. A todos estos factores se atribuye la mayor tasa de malformaciones y secuelas neurológicas como retraso mental y defectos de visión, entre otras enfermedades, que sufren en comparación con los niños nacidos naturalmente. La bióloga doña Natalia López Moratalla explica que, en muchos casos, son los pediatras los que están dando la voz de alarma porque las clínicas, una vez conseguido el embarazo, se lavan las manos. También, al forzar la procreación de personas que pueden ser infértiles por causas genéticas, puede aumentar la infertilidad en el futuro.

¿Derechos?

«Lo que resulta más sorprendente –continuaba el testimonio de Margaret Brown–, dada la actitud de la sociedad hacia la protección de los niños, es que las decisiones sobre inseminación artificial se toman en interés de los padres y del médico, no en interés del niño. Los hijos no son bienes de consumo o posesiones». Pero, dado el tratamiento que se les da, desde luego se los trata como tales. Al hablar de derecho al hijo, se lo está cosificando –no se tiene derechos sobre una persona–. El derecho a un hijo en cualquier situación justifica la fabricación de huérfanos, o la reproducción asistida en madres-abuelas de más de 50 o 60 años. El derecho al hijo sano justifica la eliminación de los enfermos. También está el derecho a tener un hijo a medida, eligiendo el de un sexo y eliminando a los del otro (lo que se empieza a pedir y legitimar), o seleccionando a un donante según su estatus social o apariencia física; incluso el derecho a tener un hijo que comparta una discapacidad como la sordera, eliminando a los embriones oyentes, como pretendía una pareja de lesbianas inglesas. Al ser un derecho, la Sanidad pública debe pagarlo (incluso, como en Andalucía, si no existe un problema de infertilidad, sino que, simplemente, la mujer no tiene pareja). Y, si cualquiera de estas cosas sale mal, está el derecho a demandar al fabricante. No son exageraciones, sino casos reales.

Además, en un mundo globalizado para los negocios, también en este caso son permeables las fronteras. En el caso de que en un país fuera ilegal un determinado producto, siempre se puede viajar a otro, como sucede en España, donde vienen muchas personas para conseguir donantes o embriones. Y, aunque en España es ilegal elegir a los donantes, el Instituto IVI, de Valencia, vende semen a la carta en el extranjero.

Si se respetan las primeras premisas (existe un derecho al hijo, que puede ser concebido artificialmente por un acto de mera voluntad en vez de amor), nadie debería escandalizarse por casos como el de una mujer holandesa que se ofreció por Internet a ser madre de alquiler, luego fingió que había abortado y vendió el bebé a otra pareja por el doble de dinero.




Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Alfa y Omega.

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