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La indiferencia

Uno de los grandes males que hoy aqueja a nuestra sociedad es la indiferencia. Extraña paradoja: vivimos en un mundo en el que el avance en las comunicaciones es abrumador. Podemos estar solos físicamente en una habitación y, al mismo tiempo, conectados con el mundo si se tiene internet. Pareciera que estamos más acompañados que nunca y que la indiferencia no tiene cabida, porque las comunicaciones nos permiten estar informados de todo. Tenemos la oportunidad de conocer lo que sucede en el mundo, nos sabemos viviendo en una ciudad o comunidad en compañía de las demás personas; pero, sin embargo, cada uno está solo.

Cada uno vive en su mundo, en sus cosas, velando por sus propios intereses y en constante competencia con los demás. Ante problemas o temas que se debaten en la sociedad o que nos suceden corrientemente, se suele escuchar “mientras a mí no me pase, todo está bien”, “que él haga lo que quiera con su vida mientras no me moleste a mí”, “si a él no le parece, problema de él”, “me da lo mismo lo que Fulano haga, siempre y cuando no se meta conmigo”, “esta es mi opinión y esa es la tuya, no nos vamos a poner de acuerdo nunca”, etc. Pareciera que lo “políticamente correcto” es no opinar o no juzgar ciertas acciones y callarse, mientras esas acciones no afecten mi vida privada. Quien se atreve a hacer una reflexión respecto a un tema que no le parece y expresar sus conclusiones de manera fundada, es tildado de intolerante… la indiferencia ha empezado a ganar terreno.

Esa actitud individualista e indiferente, en que nadie se pronuncia o define respecto a ningún tema de importancia por temor a decir algo “políticamente incorrecto”, no solo hace que se atrofie la inteligencia –la cual busca conocer y sacar conclusiones respecto de lo que las cosas son para formar juicios fundamentados y pensados–, sino que también esconde una falta de caridad y de amor frente al prójimo. Muchos omiten dar un consejo, o evitan transmitir ciertas actitudes de vida, por miedo a que los demás crean que se quiere interferir con la libertad de los otros, o que se es un inflexible.

Quienes creen que cada uno tiene su verdad, y que ayudar al otro o promover puntos de vista que invitan a seguir determinados caminos de vida –despectivamente denominados “retrógrados” o “conservadores”–, creen que definirse frente a algo es imponer una determinada visión, lo que vendría a ser un delito contra la humanidad, la democracia, la libertad y la tolerancia. Y quienes propagan aquello olvidan que vivir en sociedad no es la mera coexistencia de unos junto a otros, sin mayor interacción, ni tampoco es ser parte de un rebaño que solo se configuró con el objetivo de satisfacer los intereses particulares de cada cual.

Adherir a esa postura es proclamar la indiferencia y la falta de amor humano hacia el prójimo como criterio de vida.

Difundir y defender abiertamente la vida del que está por nacer y de todas las personas hasta su muerte natural, querer proteger a la madre y darle las herramientas para que salga adelante con su hijo frente a un embarazo inesperado, fomentar el auténtico amor humano entre un hombre y una mujer en el pololeo y después en el matrimonio, promover la castidad, la familia y la fidelidad, estar abierto a la vida en el matrimonio, no se hace con el afán de imponer un fanatismo religioso, retrógrado, poco consciente de las necesidades de las personas, y con el afán de que todos sean unos reprimidos, como muchos quieren hacernos pensar.

Es todo lo contrario. Atreverse a plantear la legitimidad de estos temas lleva en sí una preocupación honda por la dignidad de las personas, por el prójimo.

En la sociedad actual hay miedo a legislar promoviendo aquellas cuestiones, hay miedo a defender aquellos temas que son válidos para todos y no solo para un grupo determinado o para una religión determinada. Hay miedo, miedo que atrofia la inteligencia, que lleva a la comodidad y pasividad, que apaga la conciencia y que, lamentablemente, nos está haciendo cada vez más indiferentes frente a lo que nos pasa y a lo que les pasa a nuestros semejantes.

Si concebimos la sociedad solo como un aglomerado donde conviven muchas personas, diversas culturas, diferentes concepciones de vida y desiguales religiones, que no tienen nada que ver unas con otras, en el que nunca se pondrán de acuerdo unos con otros, y en donde cada uno velará por su propio interés, entonces claramente la indiferencia será el patrón a seguir. Como me da lo mismo y no tengo nada que ver con el de al lado, mientras él no me moleste, yo no puedo decirle qué sería lo mejor o peor para su vida, yo no puedo legislar de tal o cual manera, porque atento contra su autonomía y me convierto en un intolerante despreciable, amargado, reprimido e intrínsecamente malo por querer imponer mi visión por sobre las demás.

Sin embargo, esa concepción que muchos tienen de la sociedad y de la vida es limitada y reduccionista. Se basa en la constatación de un hecho real, pero no va más allá de aquella constatación, en orden a buscar elementos que den unidad a toda esa diversidad. Unidad, y no uniformismo, que trascienda las singularidades propias de una sociedad sin eliminarlas.

Vivimos en una sociedad “pluralista”, como todos la llaman, en donde converge una diversidad que enriquece la vida social. Aquello no se puede negar. Esa diversidad permite que nos complementemos unos con otros y que nos necesitemos mutuamente. Esa diversidad hace que nos demos cuenta de que no somos autosuficientes y que el trabajo en equipo es fundamental. ¿Qué sería de una comunidad de puros filósofos, o médicos, o actores, o únicamente de hombres o, excluyentemente, de mujeres? Un desastre. Cada uno no puede hacer todo y, por tanto, la complementación es esencial para alcanzar los fines que tenemos en común y también la propia perfección.

De ahí que aquella diversidad que todos reconocemos, que todos disfrutamos conociendo, que todos agradecemos y que nos hace ver que la sociedad es connatural al ser humano (y no una creación arbitraria), nos permite llegar a la conclusión de que, tras aquella diversidad, hay algo que compartimos todos. Eso que tenemos en común, ese participar de una misma naturaleza, requiere de la preocupación de cada uno por el de al lado, aunque no lo conozcamos. Porque si falta uno o si uno no está bien, yo tampoco estaré bien, porque mi fin y perfección en esta vida lo alcanzo con la cooperación de otros, pues nuestro fin es esencialmente común. La indiferencia, en cambio, mata la vida en sociedad, mata el necesario complemento que se vive y que se da naturalmente entre los miembros de una ciudad o comunidad. Complemento que se expresa por excelencia en la unión entre el hombre y la mujer para formar una familia, núcleo de la sociedad.

No considerar que más allá de todas las diferencias en una sociedad “pluralista” haya algo en común, algo que nos una como seres humanos, o alguna verdad universal que trascienda cada posición particular y a la cual todos nos ciñamos por el hecho de ser personas y por el hecho de estar sujetos a un mismo orden natural, conduce, como consecuencia lógica, a la indiferencia por el prójimo.