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Cristianismo descafeinado

Se trata de un peligro real: pensar que uno es cristiano porque fue bautizado, porque recibió algunas charlas de doctrina, porque se educó en una escuela católica, porque hizo la primera comunión, tal vez porque también se confirmó.

En muchos casos, la formación religiosa se redujo luego a un barniz tenue y tranquilizante. Lecturas más o menos buenas sobre la fe, sobre la Iglesia, sobre la moral. Convicciones formadas a partir de experiencias, sin confrontarlas con el Catecismo de la Iglesia católica o con la ayuda de algún católico bien formado. Críticas recogidas aquí o allá, en un programa de radio o televisión, en una novela saturada de rabia contra la Iglesia, en una conferencia de un ilustre profesor lleno de títulos, sofismas y medias verdades (que son a veces peores que medias mentiras)…

Al final, muchos viven según un coctel confuso de ideas movedizas. Más o menos se acepta la Trinidad, pero Cristo es visto en algunos casos simplemente como un gran hombre, o incluso como un extraterrestre. Muchos no tienen claro si resucitó de veras, si fundó la Iglesia. Más o menos se recuerdan los mandamientos, pero se dejan de lado a la hora de controlar la propia sensualidad y soberbia, o cuando hay que vivir la justicia social y el respeto a la fama del próximo. Más o menos se sabe que existe la misa dominical y el sacramento de la confesión, pero quedan reservados para ocasiones especiales: el día de bodas, el bautizo de los hijos o de un sobrino. No es raro encontrar a alguno que sólo se confiese en el funeral de sus familiares para, al menos, hacer la comunión ese día.

Las dudas de moda entran y ocupan un lugar importante en el propio corazón. Se empieza a atacar al Papa y a los obispos por las “riquezas” de la Iglesia, por la falta de adaptación a los tiempos modernos, por el preocuparse tanto de la moral privada y poco de la justicia social. Se dice que haría falta dejar el celibato y permitir el sacerdocio femenino. Se defiende la libertad de opinión respecto a los dogmas para dejar de lado “ideas medievales” como las que hablan del demonio o del infierno.

Al final, uno llega a pensar que sería capaz de mejorar la Iglesia. Cree que ya sabe más que el Papa y los obispos. Estaría incluso dispuesto a darles consejos y a dirigir sus pasos para una “buena” modernización de la Iglesia, más tolerante, más adaptada a los tiempos que corren, más comprensible para la gente, más benigna con los pecadores (si es que todavía se acepta que existe algo que se llama “pecado”).

Dicen que la ignorancia es atrevida. Quizá habría que añadir que sin fe profunda, sin oración sincera, sin caridad alegre, sin obediencia redentora, podemos llegar a formas descafeinadas de vivir que son todo menos verdadero cristianismo.

Hace falta mucha valentía para romper con un pensamiento confuso que buscan imponer ciertos grupos de poder. El Evangelio es mucho más fuerte que mil mentiras. En Roma brilla una luz particular para los corazones grandes. Quien estudia y acoge la Biblia, las enseñanzas del Papa, los documentos de los concilios, caminará seguro.

Dios lleva el timón de su Iglesia. Dentro de la barca, muy unidos al Papa y a los obispos, podremos vivir un cristianismo verdadero, que viene directamente del Padre, que fue manifestado por el Hijo, que es iluminado por el Espíritu Santo, que acoge a María como Madre de todos los creyentes.

Será posible, entonces, tomar un compromiso serio por estudiar la propia fe, por leer los Evangelios, por asimilar el Catecismo, por vivir los sacramentos.

Habrá un trabajo serio para hacer realidad el principal mandamiento: la caridad. Que implica darse a todos, perdonar al enemigo, buscar maneras de levantar al caído, escuchar y dar afecto al anciano, visitar al enfermo.

Habrá un deseo profundo de orar, porque lo pide el Maestro, porque lo necesita el corazón, tan hambriento de luz y de fuerzas en un mundo que nos arrastra a una vida fácil y sin sentido.

Habrá un cristianismo auténtico y verdaderamente católico (universal), porque la fe será madura y sincera. Porque esa fe no es “una mera herencia cultural, sino una acción continua de la gracia de Dios que llama y de la libertad humana que puede o no adherirse a esa llamada” (Benedicto XVI, Valencia 9 de julio de 2006). Porque esa fe iluminará toda la casa y a todos los hombres que se acerquen a ella (cf. Mt 5,14-16). Porque seremos capaces de participar en la plenitud del Dios Bueno… (cf. Jn 1,16)




Nota: Este artículo fue publicado originalmente en serviciocatolico.com.