Las falacias del asambleismo

Claudio Alvarado | Sección: Educación, Política

La discusión sobre cuál es la mejor manera de llevar a cabo la dirigencia universitaria siempre está presente en la contingencia estudiantil. Tanto en la UC como en la CONFECH (Confederación de Estudiantes de Chile) son muchas las personas que sostienen que los representantes de los alumnos no podemos defender nuestras propias posturas ante los distintos temas que se van suscitando, como la llamada “píldora del día después” o el proyecto de Ley General de Educación (LGE). De hecho, se afirma, el dirigente no sería más que un “vocero de sus compañeros”, porque en caso contrario estaría “imponiendo su verdad al resto”.

Los alcances de esta polémica no son menores. Por un lado, se encuentra ampliamente difundida la concepción antes descrita: basta recordar los voceros de las asambleas de estudiantes secundarios, en las llamadas “movilizaciones pingüinas”, o los argumentos que en el mismo sentido esgrimen muchos políticos, de distintas tendencias y opciones partidistas. Por otra parte, y más importante aún, está el verdadero trasfondo de la discusión: lo que está en disputa es el principio de autoridad, y en consecuencia su naturaleza y su finalidad.

¿Qué justifica la visión que entiende al dirigente como un mero vocero? La supuesta imposibilidad de alcanzar verdades objetivas respecto de un asunto determinado. Como no se podría conocer verdaderamente la realidad, todas las percepciones existentes sobre alguna cosa tendrían, a priori, igual valor entre sí. Y como tendrían igual valor, no existiría argumento para que el representante de un grupo de personas impusiera la suya. Por eso surgiría la necesidad de votar en asambleas: porque sólo eso permitiría al dirigente llevar la voz de la mayoría, único criterio que no violentaría las conciencias de los representados.

Sin embargo, dicho razonamiento parte de un error. Porque el ser humano sí puede conocer la realidad que lo rodea. Lo confirman nuestras experiencias, el testimonio de la conciencia o nuestros mismos razonamientos. Si a alguien no le basta con eso, no resulta complejo comprender que no somos la causa de nosotros mismos, porque para serlo deberíamos haber existido antes de nosotros, lo cual es absurdo y contradictorio. Más aún: si no pudiéramos conocer verdaderamente la realidad, no sería verdad que no la podemos conocer, lo cual nuevamente resulta absurdo y contradictorio, tal como enseña un viejo principio filosófico.

Lo anterior lo refrendan el día a día y el sentido común. Por eso, nadie puede afirmar razonablemente que tienen igual valor todas las percepciones existentes respecto de algo puntual. El robo es bueno o es malo. La justicia es buena o es mala. La pedofilia es buena o es mala. Las cosas no dan lo mismo, y todos nos damos cuenta de eso en las distintas experiencias que nos tocan vivir. Sí podemos conocer la realidad y sí podemos distinguir lo bueno de lo malo. Por eso es irracional creer, a priori, que todas las visiones tienen igual valor. Por eso el dogma del asambleismo cae por su propio peso. Porque una mayoría de votos no es ni criterio ni garantía de verdad.

Pero la falacia del asambleismo no radica sólo sus fundamentos, sino que también en su aplicación. Como la realidad siempre se impone, el vocero de la asamblea termina haciendo, en la práctica, lo mismo que él critica: él también dirige hacia algo, él también “impone convicciones”. Porque la autoridad es, por definición, directiva: siempre promueve e incentiva conductas y pautas de comportamiento. No existe neutralidad en estas materias, porque una decisión implica necesariamente una opción que trae ciertas consecuencias en uno u otro sentido. Decir que sí a la famosa píldora es tan directivo como decir que no. En ambos casos se conduce a la comunidad hacia un determinado objetivo. La única diferencia es que decir que sí implica el eventual asesinato de un inocente niño no nacido, y decir que no, asegura que eso no pasa. Pero en ambos casos se está dirigiendo a los representados hacia un fin concreto y específico.

Por eso es absurdo creer que el “vocero” no dirige. Sí lo hace, pero de una manera deshonesta, porque dice no hacerlo. Y peor aún: de una manera equivocada, porque además de todos los problemas prácticos y logísticos que implican las asambleas (quórum, asistentes, transparencia, etc.), dirige según el veredicto de una mayoría irreflexiva, independiente de su pensamiento y de la bondad o malicia de la decisión que está promoviendo. Aquí radica la gran peligrosidad de esta errónea concepción de la dirigencia y de la autoridad. El asambleismo es la dictadura de la sin razón, es negar el sentido mismo de la vida del ser humano: es negar su capacidad de pensar y de distinguir lo bueno de lo malo.

El dirigente universitario, como toda autoridad, está llamado a encaminar a la comunidad que tiene a su cargo al bien común que a esta le corresponde. Esto lo obliga a escuchar y a dar espacios de participación a sus representados, porque es la única manera que tiene de conocer sus inquietudes, sus problemas y sus necesidades, así como también el medio idóneo para hacerlos parte de su tarea comunitaria. Todo lo anterior es propio de una buena dirigencia, nadie lo ha negado.

La clave está en comprender que lo anterior no implica que el dirigente renuncie a sus posturas o a sus convicciones. Todo lo contrario: el buen dirigente tiene la obligación moral de ir incluso en contra de la mayoría de sus representados, si es que ello es necesario para conducirlos hacia lo bueno. Eso no es imponer, sino que cumplir con su deber. La que impone es la dirigencia asambleísta que, negando lo más propio del ser humano, renuncia a encontrar la verdad, amparada en falacias y consignas ideológicas sin correlato en la realidad.




Claudio Alvarado es estudiante de Derecho y Secretario General de la FEUC.

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