La explosión de la gran crisis cultural de Occidente

José Luis Restán | Sección: Historia, Sociedad

Benedicto XVI se ha referido recientemente a Mayo del 68 como una de las grandes rupturas históricas de nuestra época: “fue el inicio o –me atrevería a decir– la explosión de la gran crisis cultural de Occidente. Había desaparecido la generación del período posterior a la guerra, una generación que después de todas las destrucciones y viendo el horror de la guerra, del combatirse unos a otros, y constatando el drama de las grandes ideologías que realmente habían llevado a la gente al abismo de la guerra, habían redescubierto las raíces cristianas de Europa y habían comenzado a reconstruirla con estas grandes inspiraciones. Al desaparecer esa generación, se veían también todos los fracasos, las lagunas de esa reconstrucción, la gran miseria que había en el mundo. Así comienza, explota la crisis de la cultura occidental: una revolución cultural que quiere cambiar todo radicalmente”. Afirma: “en dos mil años de cristianismo no hemos creado el mundo mejor. Por tanto, debemos volver a comenzar de cero, de un modo totalmente nuevo. El marxismo parece la receta científica para crear por fin el mundo nuevo”.

Pero el marxismo que tomaron como referencia los revolucionarios del 68 no era el marxismo clásico que había triunfado en el Este de Europa (aunque resulta repugnante el silencio de estos revolucionarios pequeño-burgueses sobre la barbarie de dichos regímenes) sino un marxismo que ha convergido con el existencialismo, que ha abandonado (o dejado en segundo plano) el objetivismo de las leyes históricas para preocuparse sobre todo de la suerte del individuo, de su liberación, de su felicidad.

El Papa se ha referido a las lagunas de la reconstrucción de la posguerra: “pienso que esas lagunas se resumen en una incapacidad de las formas e instituciones de la sociedad occidental para transmitir la verdad que las fundaba y sostenía. La prosperidad y el orden no son suficientes; toda tradición requiere, para mantenerse viva, mostrar la correspondencia de sus valores y certezas con el deseo y la esperanza de los hombres. Y para una parte importante de la juventud europea, eso dejó de ser claro en aquellos días, en parte por su ofuscación, en parte por la crisis interna de la propia civilización occidental. Quizás podemos reconocer en este momento el fracaso último del racionalismo, de los mitos de la política y de la ciencia como redentores del hombre” (Spe Salvi). Los sesentayochinos vieron que el “sistema” no aseguraba la felicidad ni la justicia, por tanto era preciso demolerlo e intentar otra cosa completamente nueva.

Hubo en el 68 un impulso bueno que podemos rescatar, un ansia de autenticidad y una exigencia de verdad de buena parte de aquellos jóvenes, que por desgracia enseguida fue sofocada por los esquemas ideológicos y naufragó en el puro nihilismo, en la demolición de la tradición (cultura, familia, religión), y finalmente en la violencia, verbal y también material.

El rechazo de la tradición y la muerte del padre

Desde el primer momento, en el movimiento del 68 triunfa la utopía sobre la realidad. La utopía consiste en afirmar un bien último soñado (la imagen de la felicidad sin trabas, de la libertad como ausencia de vínculos) que debe imponerse por encima de todo. Por eso era imprescindible negar el dato previo, la tradición, la autoridad, el padre. El hombre debe poder inventarse a sí mismo, libre de condicionantes biológicos, culturales y morales. Cada uno sería como una hoja en blanco en la que debería dibujar su propio rostro. El psiquiatra Tony Anatrella, en su libro La diferencia prohibida (Encuentro, 2008) considera que en el 68 triunfa una revolución adolescente y lo explica del siguiente modo:

“El rechazo de la autoridad, de la transmisión, la negación del sentido de la ley, la afirmación de la subjetividad en sí misma contra la objetividad de la realidad, la no diferenciación sexual, la valoración del individuo contra todo lo institucional, el idealismo de la palabra (sería suficiente nombrar las cosas para que existan y la vida cambie) el desprecio de la filiación y de la herencia cultural y religiosa, la dificultad de comprometerse en el tiempo, la realidad puesta al servicio de los propios deseos, una sexualidad vuelta hacia sí misma, la desvalorización del padre… son las características de la adolescencia”. Y concluye Anatrella: “en el espacio de 40 años todas estas tendencias se han impuesto, han permeado las leyes y han contribuido a organizar la sociedad sobre la base de la confusión y de la inmadurez”.

La dictadura de la instintividad

La falsa idea de la libertad entendida como ausencia de vínculos y como pura autodeterminación del individuo, que no tiene por qué hacer referencia al dato previo de su tradición, de su cultura, ni siquiera de su configuración biológica, va unida en el imaginario del 68 a la exaltación de la instintividad. No se trata de la justa recuperación del papel central del deseo en la vida del hombre, en su educación y maduración, sino de la exaltación de la pulsión del instante como fuente de felicidad y camino de liberación. Al concebir el deseo como algo puramente subjetivo, desligado de la naturaleza del yo (porque el yo se reinventa continuamente), de su estructura dada, aquél se convierte en expresión de estados de ánimo, de sueños y proyectos enloquecidos. “La imaginación al poder”: pero esa imaginación no era ya la expresión potente y ordenada de un yo que se arriesga a buscar el significado de las cosas, que busca lealmente el cumplimiento de la esperanza de felicidad con la que ha nacido, sino que expresa el capricho de alguien desarraigado de sí mismo y de su contexto humano, que gira y gira en una borrachera que tarde o temprano se traduce en impresionante resaca.

Negación y disolución de la familia

La utopía sesentayochista prescribía una liberación radical de la tradición (y no olvidemos que en Europa la tradición se llama básicamente cristianismo), con un especial enfoque hacia el ámbito de las relaciones afectivas. Se acusaba con dureza a la tradición cristiana de formalismo y represión en el campo de la sexualidad, y de haber cristalizado un modelo de familia que asentaba el autoritarismo y la infelicidad. Liberados de antiguos tabúes y de normas caducas, hombres y mujeres podrían entregarse libremente al disfrute de una sexualidad desvinculada del compromiso familiar y darían paso a un mundo de relaciones basadas en la pura pulsión del deseo.

La figura del padre, la irreducible diferencia sexual, y el vínculo intrínseco entre sexualidad y procreación fueron las víctimas fundamentales de este proceso de demolición. El padre porque representaba el dato previo, la tradición y la autoridad que era preciso liquidar, al menos en su significado y valor. La diferencia sexual porque implicaba un dato antropológico al que someterse y demandaba una recíproca aceptación, un diálogo dramático con todas sus implicaciones. La relación entre sexualidad y procreación, porque aquella sólo podía entenderse como autodeterminación placentera, sin proyección de futuro, sin compromiso ni sacrificio. La ruptura de la paternidad, la diferencia sexual y la procreación abrían camino a la utopía de una afectividad liberada de cualquier vínculo o referencia.

Se trataba de un camino hacia la felicidad que en no demasiado tiempo se reveló incapaz de mantener sus doradas promesas. El resultado ha sido el egocentrismo, el narcisismo, la inestabilidad afectiva y, por ende, la violencia. El caso típico es el de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, el modelo de pareja irresponsable fundado sobre el supuesto de que se puede cambiar de compañero con el acuerdo del otro, o se le puede engañar sin consecuencias. Como recuerda Tony Anatrella en su libro La diferencia prohibida, al final de su vida Simone de Beauvoir reconocía que “había sido engañada”.

Sin embargo, la potencia disolvente de esta mentalidad ha sido muy eficaz durante varias generaciones y ha plasmado todo un estilo de vida del que apenas se sabe cómo salir, aun cuando sus fallas sean ya una evidencia generalmente compartida.

El filósofo Alain Finkielkraut, uno de los más agudos críticos de aquella etapa, resume así la cuestión: “se ha perdido, desdibujado, la figura del padre; no porque se dedique a cambiar pañales, sino porque la familia se ha convertido en un espacio de negociación perpetua, todo se desarrolla en un registro puramente sentimental, igualitario… la familia ha dejado de ser una institución para convertirse en una especie de asociación precaria”.

Derrota política y victoria cultural del 68

En Francia, donde prendió la mecha de la revolución del 68, el general De Gaulle consiguió derrotarla en toda regla. Y lo mismo sucedió en el resto de los países europeos (Italia, Alemania, etc.) en los que adquirió relevancia. Hablo de una derrota política (la izquierda no pudo capitalizar inmediatamente el éxito fugaz del proceso en las calles) pero sin embargo, la onda cultural del movimiento del 68 se ha mostrado mucho más eficaz y duradera en el plano ético-cultural y ha propiciado una transformación de gran calado cuyas dimensiones podemos reconocer hoy.

Podríamos decir que los hijos (o nietos) del 68 han conquistado progresivamente el poder intelectual y mediático, y en no poca medida también el político. El profesor Rémi Brague, historiador de La Sorbona, insiste sobre todo en el poder mediático, ese poder fantástico de hacer creer que el mundo es como uno se lo imagina: “los del 68 han tomado la palabra como se toma La Bastilla, con la diferencia de que esta Bastilla la ocupan todavía y no tienen intención alguna de dejarse excluir”.

Y el profesor Giulio Sapelli, de la Universidad de Milán, militante en el movimiento del 68, saca la siguiente conclusión: “en el 68 se difundió un nihilismo de masas que todavía respiramos, es suficiente con mirar la relación padres-hijos o la relación hombre-mujer, fue una catástrofe de la que no hemos salido todavía”.

El horizonte político-cultural de Zapatero, fruto del 68

Todos conocemos la famosa frase de Zapatero: “No es la verdad la que nos hace libres, sino la libertad la que nos hace verdaderos”. Esta frase resume la orientación cultural de nuestro actual Gobierno: la acción política no debe tener una referencia antropológica y moral, no está vinculada a tradiciones filosóficas o espirituales, sino que es la expresión de la autodeterminación total: los deseos individuales se convierten en derechos, y el poder es la garantía de que eso se cumple. Es la política de “extensión de los derechos”, que Zapatero sitúa como la perla de su legislatura.

El ser humano y la vida social serían como una página en blanco, son susceptibles de reinventarse por completo en función de un consenso social que en la práctica es tremendamente moldeable por el poder (político, mediático y cultural). En el fondo es la victoria política de la corriente cultural del 68. Entonces fue derrotada políticamente, pero ha ido ganando palmo a palmo en el terreno de la cultura-mentalidad social. Es sintomática la admiración que el “atrevimiento” de Zapatero suscita en algunos intelectuales emblemáticos del progresismo. Paolo Flores d’Arcais lo demuestra durante su larga entrevista al presidente español en la revista Micromega. Es como si dijera: “tú te has atrevido a llevar a cabo en la realidad lo que nosotros manteníamos como hipótesis intelectual”.




Nota: Este artículo se publicó originalmente en paginasdigital.es.

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