Exterminios en nombre de la ideología: de Robespierre a Al Qaeda

Paul Johnson | Sección: Historia, Política

Si la gente se interpone en el camino de las ideas, debe ser apartada y, si es necesario, recluida en campos de concentración o asesinada. Los individuos no cuentan. El individuo es, de hecho, un estorbo en la búsqueda de ideales absolutos. Con sus rarezas y sutilezas, su mezcla de bien y mal, inteligencia y estupidez, anhelo de justicia y preocupación por promover sus propios intereses, la persona no encaja en una comunidad utópica. Por ello, los utopistas, si lo son en serio, tienden a convertirse en terroristas. Un caso significativo fue Robespierre, que inventó tanto el utopismo como el terrorismo en sus formas modernas.

El 17 de febrero de 1794, dejó escrito: “En nuestro país, queremos sustituir los principios por hábitos, los deberes por protocolo, el amor a la gloria por el amor al dinero…” Robespierre indicaba que no sólo se oponía a muchos de los rasgos que caracterizan a los individuos, sino que reconocía no sentir ninguna simpatía por la naturaleza humana. No proponía una simple reforma social, o la educación en una nueva virtud, sino la abolición inmediata del antiguo orden de comportamiento, que identificaba con la monarquía. Por tanto, no es de extrañar que se sintiera impulsado a promover su utópica solución utilizando el terror contra una clase entera, la nobleza, un sector enorme de la población -entre una octava y una décima parte-, que debía ser juzgada, encarcelada o ejecutada sin importar el comportamiento o culpa individual, sino solamente por su nacimiento.

Desde entonces, los intelectuales comprometidos en la construcción de utopías han ignorado invariablemente al individuo y actuado contra categorías enteras de seres humanos. Lenin, que consideraba a Robespierre como uno de sus héroes, siguió la misma política, pero con metas más amplias y una lista ampliada de enemigos. No quería meramente destruir la aristocracia, sino la burguesía entera. Usó el terror exactamente de la misma manera que Robespierre, sólo que a una escala mucho mayor. La Rusia zarista era una sociedad cruel y despiadada, pero también, a su manera, cristiana. En los 80 años anteriores a 1917, una media de 17 personas eran ejecutadas cada año en Rusia, prácticamente todas condenadas por asesinato. Entre 1918-19, la Checa ejecutó a mil personas al mes. Un oficial veterano explicaba: “No estamos llevando a cabo una guerra contra los individuos. Estamos exterminando a la burguesía como clase. No buscamos pruebas o testigos para descubrir palabras u obras contra el poder soviético. La primera pregunta que hacemos es a qué clase pertenece, cuáles son sus orígenes, educación o profesión. Estas preguntas deciden su destino. Ésta es la esencia del Terror Rojo”. Las Grandes purgas de Stalin aumentaron la tasa de ejecuciones, en los años 1937-38, a 40.000 al mes. Pero el principio era el mismo. Los ejecutados no eran juzgados por sus actos. Todos pertenecían a categorías como enemigos de la URSS, contrarrevolucionarios, o troskistas.

A la hora de asesinar en nombre de sus respectivas utopías, no hay diferencia entre Hitler y Stalin. Hitler mataba a enemigos del Estado por sus culpas individuales, pero la mayoría de sus víctimas encajaban en categorías raciales -gitanos, judíos, eslavos-. A diferencia de Stalin, que estaba construyendo una utopía de clase y mató o causó la muerte de probablemente 20 millones, Hitler perseguía una utopía racial, asesinando en el proceso a seis millones de judíos, únicamente por su origen, según las Leyes de Nüremberg.

Hubo aún una vuelta de tuerca más en exterminio durante el largo reino del terror de Mao Tse-tung, en China. Mao mató a millones durante su mandato. En la Revolución Cultural, de los años sesenta, se definía a las víctimas por estar influidas por la cultura tradicional. Jung Chang ha calculado que el número total de víctimas del comunismo chino durante la vida de Mao es de 70 millones, lo que hace parecer a Stalin y Hitler, sin mencionar a Robespierre, casi como simples aficionados.

El exterminio, si se aplica por fanáticos activistas en países más pequeños, puede alcanzar también la categoría de genocidio. En Camboya, entre abril de 1975 y principios de 1977, Pol Pot y sus compañeros jemeres rojos, que han sido correctamente definidos como los hijos de Sartre, acabaron con la vida de 1,2 millones de personas, una quinta parte de la población.

Por supuesto, el exterminio no empezó con Robespierre. Es un fenómeno antiguo. Y muchos ejemplos en los tiempos modernos -Congo, Sudán, Zimbabwe- son primitivos en su esencia, aunque a veces disfrazados con vestiduras modernas, como el anti-colonialismo. Por ejemplo, el terrorismo islámico moderno es, sin duda, una mezcla de lo nuevo y lo antiguo. Los modernos activistas islámicos de Leeds, que se convierten en terroristas suicidas y asesinan indiscriminadamente en el transporte público de Londres, están motivados por una mezcla de fe religiosa y variantes modernas del marxismo. No asesinan por la culpa individual, sino por la raza o la cultura, o incluso por una simple asociación de la víctima con Occidente.




Nota: El artículo original fue publicado en The Spectator, y traducido en alfayomega.es.

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