Estado y sexualidad

Felipe Widow Lira | Sección: Educación, Familia, Política

Recientemente, el autor de estas líneas fue interrogado por un periódico regional sobre “el rol del estado en educación sexual”. En la tarea de pensar aquella respuesta, apareció una idea que es bastante obvia, pero que, por obvia, muchas veces se pierde de vista: no hay modo de enfrentar el problema de la educación sexual, porque la educación sexual no existe. ¡¿Cómo?! Pues claro, la educación es el proceso de perfección interior del hombre y, como tal, supone una unidad radical que impide entenderla por compartimentos estancos: el niño está educando su sexualidad cuando, a los cinco años, sabe someterse obedientemente a la voluntad de sus padres, o cuando, a los once, es capaz de disfrutar de la lectura de Emilio Salgari. Con todo, alguno podría imputarnos que aquello de que la educación sexual no existe es sólo un juego de palabras –y quizá tenga razón– porque, concedida la unidad del proceso educativo, es igualmente obvio que hay ciertos aspectos del mismo que competen de un modo específico al orden de la sexualidad. No obstante lo anterior, abordar el problema de la educación sexual –y del rol que al estado pueda caberle en ella– bajo la perspectiva de su integración en la educación total de la persona, ilumina inmediatamente ciertos elementos esenciales de la cuestión:

A) El primero de ellos, y quizá el más importante, es la afirmación de los padres como primeros educadores. Son los padres los que tienen el deber y el derecho de educar a sus hijos, y cualquier otro ente social que participe en ello (el colegio, el municipio, el estado, los medios de comunicación) debe hacerlo atendiendo a esa condición de los padres como primeros educadores, ya sea colaborando directamente en aquella labor (como es el caso del colegio), ya sea generando las condiciones sociales, económicas o ambientales necesarias para que el proceso educativo sea posible (el estado, los medios de comunicación).

B) Puesto que la educación es el proceso interior por el cual cada hombre se perfecciona en cuanto hombre, el fenómeno educativo debe estar siempre regido y orientado por la singularidad del educando. Esta es una de las principales razones del principio anterior (los padres como primeros educadores), ya que sólo en el contexto familiar aparece la persona en toda su singularidad. La educación es imposible si tiene como destinatario a una masa de hombres, o a un número estadístico, o a un hombre promedio. Se trata de educar a Juan, con el temperamento de Juan, los afectos de Juan, la inteligencia de Juan, el ambiente social de Juan, las amistades de Juan, la fuerza de voluntad de Juan, etc. etc. Como Juan es absolutamente singular, su educación debe ser también, y en la medida de lo posible, absolutamente singular. He aquí una de las dificultades mayores que presenta la cuestión de las políticas públicas en materia de educación: por la universalidad que tales políticas implican, no pueden aspirar a determinar las condiciones particulares del proceso educativo de Juan. No se trata de que no puedan existir políticas públicas en materia educacional, sino de que es necesario comprender el alcance y los límites que las mismas tienen por su naturaleza, pero esto nos refiere a un tercer elemento esencial:

C) La función del estado en materia educacional debe ser estrictamente subsidiaria. Y al decir subsidiaria, no debe pensarse en la subsidiariedad liberal, según la cual el estado debiese desaparecer lo más posible para que los particulares hagan como les guste, con el único límite de que unos no pasen sobre otros. Más bien se trata de la subsidiariedad en su sentido clásico, según la cual compete a la autoridad promover, resguardar, exigir y poner las condiciones para que los miembros de la sociedad puedan desempeñar adecuadamente sus respectivas funciones, ¡pero nunca reemplazar a esos miembros en la función particular de su competencia!, de otro modo, nos enfrentamos al estado totalitario. Así, en materia educacional, lo que nunca puede hacer el estado es educar. Más bien, le compete poner las condiciones necesarias para que los padres puedan realizar adecuadamente su tarea educativa. Y esta función subsidiaria del estado en materia educacional, dados los principios anteriores, no puede reducirse a unas políticas públicas enfocadas exclusivamente en los procesos educacionales formales (educación municipal, subvención escolar, etc.), sino que debe atender a la integridad de las condiciones necesarias para aquél proceso de perfección interior en el cual consiste la educación: pueden ser políticas públicas fundamentales para la educación, por ejemplo, unas políticas de empleo que atiendan a la constitución familiar (que faciliten, v.gr., la proximidad de la madre con sus hijos), o unas políticas de transporte que permitan la presencia de los padres en el hogar (y que no les hagan perder las pocas horas que podrían dedicar a la vida familiar), o unas políticas reguladoras de los medios de comunicación que no haga incompatible la función de los mismos con la tarea educadora de los padres (que impidan, por ejemplo, que los medios destruyan, con una hora de Morandé con Compañía o semejantes, todo aquello a lo que la educación se ordena), desde luego, son fundamentales para la educación las políticas que fortalecen la institución familiar (y las que la debilitan, como el divorcio, no hacen sino debilitar, también, las condiciones para una sana educación), y así, podríamos continuar en una larguísima enumeración de políticas públicas que atienden a la educación. En todas ellas, sin embargo, puede verse un elemento común esencial: no se trata de erigir al estado como el gran educador, sino que se trata de que éste, fiel al principio de subsidiariedad, promueva, resguarde, exija y ponga las condiciones para que los padres puedan educar adecuadamente a sus hijos.

D) Todo lo anterior resulta especialmente verdadero en materia de educación sexual. Y decimos especialmente verdadero porque la sexualidad, contra lo que parecen pretender las políticas públicas actuales, no es un fenómeno meramente biológico, ni una suerte de problema sanitario, ni un hecho sociológico moralmente neutro. La sexualidad humana pertenece al ámbito de lo más íntimo de la persona singular; se ordena según una inclinación que es racional (y no meramente animal); y es manifestativa de la unidad radical entre el cuerpo y el espíritu. Por esto, si en materia de educación sexual el estado no reconoce a los padres como primeros educadores; si, en consecuencia, se pierde de vista la singularidad del educando, de modo que se le mira como a un hombre masa (o, peor aún, como a un animal); y si, en definitiva, el estado vulnera el principio de subsidiariedad, autoerigiéndose en una especie de instructor sexual universal, entonces, lo que en realidad ha sucedido, no es que el estado se ocupe de la educación sexual de sus ciudadanos sino, más bien, que el estado ha destruido toda posibilidad real de una verdadera educación sexual (y, atendida la unidad radical de la educación humana, toda posibilidad real de educación a secas). Esto es, de hecho, lo que vemos con políticas tales como la imposición universal de planes y programas para una educación sexual concebida ideológicamente (piénsese, por ejemplo, en las JOCAS), o las campañas orientadas a la prevención de enfermedades de transmisión sexual (y su especial énfasis en una sexualidad «libre» –es decir, cuando me dé la gana y con quien me dé la gana– y «responsable» –es decir, con preservativo–), o los reglamentos sanitarios que desconocen la autoridad paterna en materia de sexualidad (como aquél que ordenaba el reparto de la píldora del día después a menores, sin el consentimiento de los padres).

Para entender el rol del estado en lo relativo a la educación sexual, habría que añadir mucho en aquellas materias específicamente referidas al orden de la sexualidad, pero nada de aquello alcanza su pleno sentido si no se tienen a la vista estos principios esenciales a la educación como un todo.

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