Septiembre, mes de la independencia de la patria

José Luis Widow Lira | Sección: Historia, Política, Sociedad

Septiembre es el mes en el que los chilenos celebramos la independencia de la patria. En este mes ocurrieron los acontecimientos que hicieron de Chile un país independiente y que con justicia celebramos.

Entre empanadas, carnes, chichas y vinos podemos intentar preguntar qué independencia es la que celebramos, es decir, independencia de qué. Ser independiente no es algo que sea bueno o malo por sí. Hay que precisar de qué se es independiente y según de qué se trate será algo positivo o, por el contrario, negativo. Trataré de bosquejar brevemente en qué consiste esa independencia patria que merece ser celebrada. Para ello, primero me detendré a dibujar en pocas líneas cuáles son aquellos bienes que constituyen nuestra patria.

La patria es una realidad que alude a los padres, a los antepasados, en definitiva, a la historia que la sociedad y cada uno de sus miembros tiene detrás conformándolo con un determinado modo de ser –un ethos religioso, cultural y moral– desde el cual desarrolla su vida. Esa historia patria, forjada a los largo de los siglos, tiene fundamentalmente, me parece, en el caso de Chile, dos afluentes que la alimentan. El primero es la misma naturaleza humana y su orden propio. Chile, con sus más y sus menos, con sus grandezas y sus pequeñeces, es una nación que, en términos generales, ha sido cuna de gente que vive el orden que permite ser feliz. En este sentido ha sido una copia feliz del Edén, no sólo en un sentido físico, sino también moral. Aunque sin perder nunca de vista que se trata sólo de una copia y no del original. Es la naturaleza humana la que ha mostrado a los chilenos esos bienes sin los cuales simplemente no se puede vivir. Es cierto que muchas veces se nos hacen patentes sólo para las grandes ocasiones, sobre todo en los momentos de tragedias o de grandes peligros. Pero si afloran en esos momentos quiere decir que, aunque a veces estén tapados de hojarasca, echan sus raíces en el fondo del alma. De esos bienes, en primerísimo lugar, está Dios mismo. El hombre está hecho para Dios: mi corazón está inquieto mientras no descanse en Ti, decía san Agustín. Es que sólo Dios puede dar la plenitud y la paz a quien tiene naturalmente una vocación de infinito. Me parece que los chilenos, a fin de cuentas y a veces arrastrando los pies, terminan por responder a esa vocación. En segundo lugar, están los bienes morales: la amistad, la amabilidad, la veracidad sin la cual no hay confianza, la justicia, la lealtad, el señorío sobre los propios impulsos, todos indispensables para que haya una vida verdaderamente humana. Es cierto que en la vida cotidiana los hijos de Finis Terrae olvidamos poner en práctica muchas de estas virtudes. Pero también lo es que a veces somos bastante ciegos para descubrir que también se practican con generosidad. En tercer lugar están los bienes intelectuales, las artes, las ciencias, la sabiduría. Creo que Chile nunca ha sido un país especialmente “intelectual”, pero al menos ha tenido siempre, aunque a veces le cueste aterrizarlo en propósitos concretos, un cierto respeto por el cultivo del arte y de las ciencias. En cuarto lugar está la organización jurídica de todos los bienes anteriores y las instituciones que existen para cultivarlos. Es reconocida la vocación jurídica de Chile: siempre ha destacado, llegando incluso a la exageración, su inclinación a tener un orden claro, aunque la misma historia, paradojalmente, nos muestra que nuestros momentos de estabilidad no son ni muchos ni demasiado prolongados. En quinto lugar están los bienes económicos. Chile nunca ha sido un país rico, probablemente porque la Providencia, conociendo mejor a sus hombres, sabe que cuando disponen de mucha riqueza sale lo peor de sus almas. Evidentemente que esta es una característica colectiva –no es que pueda decirse de cada hombre que posea en abundancia respecto de la cantidad a la que está habituado–, pero si lo es, también es verdad que en los momentos cruciales de la vida nacional, el chileno sabe renunciar a su propia comodidad y sabe dar. En este sentido, Chile ha sido históricamente un país que ha protegido la propiedad, pero tampoco ha hecho de ella, al menos en los momentos difíciles, un refugio para los egoísmos.

Alguien podrá decir que los bienes señalados están presentes de diversa manera en todas las naciones. Así es y no es raro que así sea, pues, como está dicho, se fundan en la naturaleza humana. Sin embargo, la vivencia de estos bienes es, en cada pueblo, en cada patria, singular. Cada patria realiza a su modo, con singularidad, estos bienes que son también universales. En cada nación, estos bienes se revisten de formas y modos peculiares, marcados por una tradición. Esa tradición patria es la que, entonces, al mismo tiempo que vincula a la nación con el bien de toda la humanidad, le da a ella su propio ser singular, que alimenta a cada uno de sus miembros, dándoles un carácter humano particular y, a fin de cuentas, un hogar. La patria es el hogar grande con que cuenta cada persona para sacar adelante su vida. Quienes han tenido la experiencia de estar lejos de este hogar, sabrán que efectivamente lo es.

La patria tiene algo que es propio de la existencia personal. Si bien es cierto que el hombre tiene en común con los demás precisamente su condición humana, al mismo tiempo, cada uno es único. La patria también. La razón no es otra que el hecho de que la patria no tiene un ser diverso de las personas que la conforman, aunque no es una mera multitud, sino una comunidad ordenada que, como tal, a su vez influye en el modo de ser de las comunidades inferiores y, finalmente, de la persona misma, dándoles, como se decía, un singular modo de ser.

El segundo afluente que ha alimentado el ethos chileno es la religión católica. La Iglesia ha estado presente desde el nacimiento de Chile, en el siglo XVI. Chile nace bautizado y ese bautizo marca a fuego toda su historia. El devenir histórico de Chile no puede ser explicado de un modo puramente natural. Desde el comienzo, su natural vocación por Dios está asumida católicamente. Sus conquistadores trajeron la fe que se transformó en el bien principal del pueblo mestizo que resultó de la cruza con los nativos. Piénsese, por ejemplo, que sería de Chile sin su vocación mariana. Este tipo de cosas no suele estar presente en los textos de historia, pero ni Valdivia, ni O’Higgins, ni Prat, ni Pinochet, por poner solo cuatro ejemplos, serían lo que fueron sin esa vocación. Y ellos son, aunque de manera muy distinta, fieles reflejos del chileno. Chile se ha movido siempre por un bien sobrenatural y, por eso, suprahistórico. El chileno tiene impregnada en su chilenidad el hecho de que a la patria definitiva se llega después de esta vida.

Por lo tanto, la independencia de la patria que celebramos en septiembre es aquella que nos permite vivir todos estos bienes. La celebración de la independencia tiene que ver con las acciones que, aunque en algunos períodos con grandes dificultades, han permitido a Chile evitar esos poderes que de tanto en tanto intentan quitarle la fe, aniquilarlo moralmente, cortarle sus vínculos con su pasado, aniquilarle su institución familiar, hacerle desaparecer de su seno la propiedad como fundamento de una disposición justa de los bienes económicos, subvertirle el orden y la institucionalidad jurídica. Esa es la verdadera independencia que merece ser celebrada. Por eso alzo mi copa de vino y mi vaso de chicha para brindar por esa fecha histórica en la que ganamos nuestra independencia: el 11 de septiembre de 1973. ¿Y el 18? También importante, pero no es la fecha de la independencia, sino la del destete de una madre con la que nunca hemos de cortar el vínculo si no queremos acabar con la chilenidad. Brindo, entonces, por Chile, mieeeeer…mosa patria.

Tagged as: , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , ,