40 años de la Encíclica Humanae Vitae

Gonzalo Ibáñez Santa María | Sección: Familia, Religión, Vida

Hace cuarenta años, en 1968, S.S. Paulo VI, en su Carta Encíclica Humanae Vitae, escribió y enseñó para la Iglesia y el mundo la doctrina católica acerca del uso de la sexualidad humana en función tanto del bien de las personas, como del bien de sus hijos, y del bien de toda la humanidad. Durante los meses precedentes el mundo había sido sacudido por el descubrimiento de un compuesto químico que bloqueaba la ovulación femenina y que, por ende, hacía infecunda la relación sexual sin importar el período en el cual ella se produjera. Esta sustancia, comprimida en una píldora -denominada, desde entonces, “la píldora”-, fue prontamente objeto de una masiva comercialización y de un creciente consumo. En apariencias, permitía asumir la sexualidad exclusivamente como fuente de placer o de comunicación interpersonal hasta un punto que nadie antes había podido imaginar. Apoyados en ella, las parejas evitaban las discusiones en torno a si cabía o no sostener una relación sexual en atención precisamente al riesgo que significaba traer al mundo un nuevo habitante que podía venir enfermo, que podía ser difícil de mantener y educar, o que simplemente era no deseado.

La Iglesia siempre ha estado muy atenta al progreso humano, pero de aquel que le permita a la persona cumplir con su fin y así alcanzar su salvación eterna. Por eso, a la Iglesia, barca de salvación, no le es indiferente cuál sea la conducta que mantengamos en esta vida. En esto no hay misterio: para la Iglesia, la conducta debida es aquella que se conforma con los rasgos propios de nuestra naturaleza y que tiende a la perfección de ésta. La religiosidad no impone obligaciones estrafalarias o puramente externas. Exige de sus miembros que lleven una conducta acorde con su propio ser, de manera que así la obra de Dios, la creación, llegue a su máximo esplendor. Por eso, S.S. Paulo VI insistió en la doctrina tradicional: la sexualidad humana está naturalmente ordenada a la procreación de nuevas vidas humanas, y no de cualquier manera, sino a través del uso del matrimonio, esto es, la unión de por vida, indisoluble, entre un hombre y una mujer destinada precisamente a procrear, a vivir juntos y a auxiliarse mutuamente. El amor humano entre un hombre y una mujer es verdaderamente tal en la medida en que se sustenta en un compromiso de entrega total del uno al otro y que, por su propia índole, no puede ser sino por toda la vida, hasta que la muerte los separe. Y que, entonces, se proyecte en la creación de nuevas vidas humanas; que sea, pues, plenamente fecundo. El uso de la sexualidad expresa ese amor, pero no puede ser disociado de su apertura a nuevas vidas. De lo contrario, se transforma en un instrumento de placer puramente material que de a poco va encerrando a cada persona en una cápsula de egoísmo que no sólo la aparta del otro con quien mantiene esa relación, sino que va transformando a ambos en auténticos y mutuos enemigos. Es lo que, de hecho, ha sucedido y que se expresa en el enorme aumento que han tenido los delitos provocados por la mal llamada “violencia intrafamiliar”, porque sólo con dificultad puede ser llamado familia el lugar donde éstos se cometen.

Hoy, más que nunca, podemos apreciar la verdad y hermosura de las enseñanzas de esta Encíclica. No es fácil, a veces, seguir el camino que nuestra naturaleza nos muestra como el mejor; pero es el único para ser personas de manera plena.

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