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La catedral, tomada

La mayoría de los clérigos católicos cumple hoy admirablemente su tarea pastoral. La prueba más fehaciente es que de la actuación del 98.7% de los curas no se dice ni una palabra en los diarios ni en la TV; y del 1.3% que sí aparece, casi todos los que integran ese reducido porcentaje figuran comentando la palabra de Dios o se destacan en el legítimo ejercicio de tareas profesionales de bien común asociadas a su sacerdocio: bioética, literatura, historia del arte, antropología, etc.

Para encontrar hoy un cura metido en política, entregado en alma corazón y vida a la sociología, totalmente psicologizado o lamentablemente desviado en sus tendencias personales, hay que buscarlo con lupa o rastrearlo en muy determinados y minoritarios ambientes y en extraños medios de comunicación.

Casi no nos damos cuenta, pero es una gran noticia. El clero católico de Chile -digan lo que digan sus enemigos secularizadores- está sanito, activo y se entrega heroicamente, sin publicidad. Y ninguna campaña podrá mostrar más que un caso en mil que desvirtúe esa afirmación.

Sí, casi nos parece lo obvio. Pero si recordamos que justo hace 40 años, el 11 de agosto de 1968, nueve sacerdotes, tres religiosas y doscientos laicos, se tomaron la catedral de Santiago, parece casi un milagro la actual fidelidad.

¿Motivos de la ocupación? Teresa Donoso Loero, en su imprescindible obra Los cristianos por el socialismo en Chile, los enumera con claridad: protestar por el viaje del papa Paulo VI al Congreso Eucarístico de Bogotá (obvio: la mayoría de los ocupantes no creía ya en la presencia real de Jesucristo en la Hostia santa); protestar por la prohibición vaticana de la píldora anticonceptiva (lógico: los ocupantes habían desligado ya la sexualidad del amor); protestar por la construcción del templo votivo de Maipú (coherente: para ellos la Virgen no se había asociado suficientemete a las luchas revolucionarias).

Estuvieron todo un día dentro de la catedral, cantaron bajo la conducción de Angel e Isabel Parra el Oratorio para el Pueblo, mientras sobre el altar colgaban posters de sus santos -así los proclamaron- el Ché Guervara y Camilo Torres. Por fuera, la catedral aparecía coronada, de torre a torre, con un lienzo: “Por una Iglesia junto al pueblo y su lucha.”

El cardenal Silva Henríquez reaccionó con energía calificando la toma como “uno de los actos más tristes de la historia eclesiástica de Chile”, condenó los hechos y determinó que “los sacerdotes que han intervenido en ellos se han separado de la comunión con sus obispos.” Pero los curitas, ni lerdos ni tontos, sino astutamente marxistas, se apresuraron a pedir perdón: “Solicitamos poder continuar en el ejercicio de nuestro apostolado.” (Léase: pedimos que nos dejen seguir infiltrando la Iglesia a vista y paciencia de todo Chile).

Y el cardenal Silva dejó sin efecto la sanción. Fue una de las primeras victorias de Antonio Gramsci en la historia de Chile. Vendrían muchas más después.