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El interés superior del niño

Hace pocos días se conoció la noticia sobre la resolución de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que declaró admisible la denuncia de discriminación por orientación sexual, originada en el fallo de la Corte Suprema del año 2004 que le quitó a la jueza chilena Karen Atala la tuición de sus tres hijas, debido a que, por su opción sexual, y a juicio de la Corte, no les aseguraba un ambiente familiar normal. La denuncia ante la CIDH fue presentada en noviembre de 2004, seis meses después de la decisión del máximo tribunal. Los denunciantes estiman que el Estado de Chile, a través de una resolución judicial, ha vulnerado las garantías que protegen la igualdad, la vida privada y familiar, el debido proceso y los derechos del niño. Asimismo, sostienen que el fallo en comento discrimina contra las madres y padres homosexuales, “al distinguir de manera arbitraria e irrazonable entre la habilidad de padres heterosexuales y homosexuales para cuidar a sus hijos adecuadamente».

En la etapa del proceso que ahora se inicia, los denunciantes pedirán a la CIDH que apruebe el informe de fondo y lo presente ante la Corte Interamericana se DD.HH. para que se establezca la responsabilidad del Estado por la supuesta violación de derechos garantizados. Así, Chile podría enfrentar una condena por violar la Convención Americana sobre DD.HH.

Nuevamente nos enfrentamos a una arremetida sistemática y organizada de la ideología de género, que reivindica el paradigma de la igualdad de derechos para todos y en todo. En este caso se considera arbitrario e irracional distinguir entre la habilidad de padres heterosexuales y homosexuales para cuidar a sus hijos adecuadamente. Si la Corte Interamericana asume dicha tesis y condena al Estado de Chile, poco podrá hacerse en adelante para proteger el matrimonio y la familia: el actual proyecto de ley que establece medidas contra la discriminación, la iniciativa legal sobre derechos sexuales y reproductivos, y aquella que pretende eliminar de la definición de matrimonio establecida en el artículo 102 del Código Civil las palabras “hombre” y “mujer”, reemplazándolas por “personas”, encontrarán en el antecedente jurisprudencial el argumento de autoridad suficiente para convertirse en leyes de la República.

El escenario es preocupante, no obstante resten importantes y largas etapas en el proceso. Conviene por ahora, a lo menos, reflexionar sobre la materia:

¿Hay discriminación arbitraria en la distinción que realizó en su fallo la Corte Suprema? ¿Es irrelevante la orientación y opción sexual de los padres respecto de su idoneidad para criar y educar a sus hijos? ¿Hay en la práctica homosexual entre adultos, libremente consentida, algún tipo de disvalor que nuestro ordenamiento jurídico deba considerar a la hora de velar por el interés superior del niño? Es necesario hablar claro:

Más allá de la discusión científica sobre los orígenes y causas de la homosexualidad, no es posible discutir que la práctica homosexual constituye una grave transgresión de la ley moral natural. No es posible entonces hablar de un derecho a la orientación sexual, pues nadie tiene derecho a usar su cuerpo contra la ley natural. Pasa que se confunden decisiones personales, como la de mantener relaciones sexuales homosexuales, con auténticos derechos. No existe vinculación lógica entre una cosa y otra, salvo que se demuestre que toda decisión libre constituye un derecho que debe reconocerse y protegerse. Sabemos que ello es absurdo; tendríamos que derogar el Código Penal si asumiéramos esa tesis.

Sí, en cambio, existe el derecho natural de todo niño a ser criado y educado, primeramente, por sus padres biológicos, en un contexto tal que le permita alcanzar su más pleno desarrollo como persona. Y este contexto no se limita a seguridades materiales y estimas sociales. Es, ante todo, aquel originado por el amor y la unión permanente, estable e indisoluble de sus padres. Asimismo, los padres han de procurar que sus hijos crezcan en la verdad y el bien, fomentando que sean buenas personas, disponiendo los medios para que los niños adquieran habitualidad y gusto en la práctica de la virtud.

Este es el fin primario del matrimonio, y los deseos de los padres se subordinan por completo a la consecución de tal objetivo. Paradojalmente –y lamentablemente esto se olvida con frecuencia- es subordinando su felicidad al pleno desarrollo moral de sus hijos como los padres alcanzan su mayor bien y plenitud.

Pues bien, si por la causa que sea se ha terminado la vida común entre los padres, dado que ello no era el fin principal, subsiste entonces el deber de procurar la realización y perfección natural –también sobrenatural- de sus hijos. La separación de los padres desde luego dificulta la misión, pero no la hace imposible. Por lo mismo, no caben excusas a partir de este triste dato contingente. Es el interés superior del niño el que prima por sobre los deseos de felicidad y satisfacción personal de los padres, y con mayor razón cuando padre o madre deciden buscar su felicidad –subjetivamente considerada- en la práctica de acciones contrarias a la naturaleza.

Podrá decirse que, en un caso particular, el padre o madre homosexual mantiene una mejor relación con sus hijos, puede darles una mejor situación socioeconómica, incluso que es preferido por los niños. La verdad es que nada de eso resulta determinante: el interés superior del niño obliga a procurar que sean criados y educados en el contexto familiar o de vida donde la práctica de la virtud sea más posible; asimismo, en aquel contexto familiar o de vida que más se asemeje al analogado principal: el matrimonio indisoluble entre hombre y mujer.

El niño no necesita solo cariño y confort material, tampoco basta una buena relación entre quienes tienen a cargo su cuidado. Necesita modelos, requiere de ejemplo. Y de virtud, auténtica virtud, y la práctica homosexual no es manifestación de ella, mucho menos si es permanente y estable, como ocurre en la convivencia entre personas del mismo sexo. Todo lo contrario. Exponer a un niño a un constante modelo de vida contrario a la recta razón afecta su desarrollo moral. Y aún si tal efecto no ocurriera, el deber del Estado no se agota en evitar todo aquello que constituya probadamente causa de un mal, sino también apartar lo que implica ocasión de daño, realizando todas las distinciones pertinentes. No es posible calificar como discriminación arbitraria un proceder justo y prudente: dar al niño lo que es suyo, lo que se ordena a su bien.