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¿Para qué vivir? La enseñanza de Arturo Prat

Cuando el vigía de la Esmeralda alertó sobre la presencia de buques que entraban en la bahía gritando “¡humos al norte!”, que pocos minutos más tarde serían identificados como los dos más poderosos acorazados de la Armada del Perú, Arturo Prat tuvo tiempo para hacer almorzar a la tripulación y para sopesar en detalle la situación en la que se encontraba.
La situación estrictamente militar era clarísima. Él, junto con Carlos Condell, comandaban los buques más débiles de la fuerza naval chilena, por lo que, si la lucha se basaba en las capacidades técnicas, poco y nada podían hacer frente a la potencia de los navíos del país del norte. La única alternativa que, aunque lejana, tenía alguna posibilidad de éxito era aquella que él mismo, sin pensar quizá que se concretaría, había mencionado al Almirante Williams cuando este partió a encontrar la escuadra enemiga: abordar el Huáscar. Sin embargo, esta alternativa, aunque la única que abría la posibilidad de hacer algún daño al enemigo, implicaba, casi con seguridad, su propia muerte. “Mientras yo viva… y si yo muero”, dijo a su tripulación en la arenga que pasara a la eternidad, adelantando esa posibilidad que él veía como de concreción muy segura.
La decisión de enfrentar al Huáscar y no rendir la Esmeralda primero, y de abordarlo, después, aunque se explica, por supuesto, por el honor militar y el apego al deber de Prat, requiere, sin embargo, de más antecedentes para entenderla en toda su grandeza. Prat, el 21 de mayo de 1879 era un hombre joven: tenía 33 años. Estaba casado con una bellísima e inteligente mujer, a la que amaba profundamente y que respondía a ese amor con otro, quizá, aun más grande. Tenía dos hijos vivos, Blanca Estela y Arturo Héctor, ambos de cortos e inocentes años. Esperaba verlos algún día adultos, formados, con su propia familia y regalándole nietos. Más aun cuando había pasado por el peor trance que puede afectar a un padre: haber sufrido la muerte de su hija mayor, Carmela de la Concepción, cuando tenía breves nueve meses de edad. Prat, además, era un oficial muy bien considerado por su mando. Estaba desarrollando una carrera brillante. Era, también, abogado y aunque por su carrera naval no había podido ejercer asiduamente esta profesión, las veces que lo hizo, fue el mejor: conocedor del derecho, valiente para exponer sus argumentos, claro a la hora de hacerlo.

Estas circunstancias de la vida de Prat constituían una poderosa batería de razones humanas para desear vivir, para no morir. Hoy, donde el éxito profesional y el amasamiento de bienes económicos parecieran ser el norte de tantas vidas humanas, y no sólo consideradas en su individualidad, sino también en la vida política, la decisión de Prat de saltar al abordaje –a la muerte– suena muchas veces a locura. Los tiempos que corren parecieran excluir los heroísmos. Por ello, los héroes son incomprendidos, si no despreciados. ¡Es que están en las antípodas del que vive para su propio bienestar! Terminan por constituir estorbos que incomodan con sus demandas de grandeza la floja y tantas veces cobarde conciencia. El hombre pequeño no sólo es tal, sino que, por serlo, termina ignorando o despreciando o simplemente odiando al grande, al héroe. La acción de Prat es así incomprendida. Pareciera carecer de sentido. ¡Es que si es cierto que no debía rendir la Esmeralda, no era necesario que abordara el Huáscar!, argumentará el mundano. ¡Para qué morir!, gritará frívolo, ¡que nadie te echará en cara que vivas!
Pero Prat aborda el Huáscar y salta a la muerte. Pero su acción no fue un sinsentido. Llevaba colgado en su cuello el escapulario de la Virgen del Carmen, la medalla de la Purísima y una reliquia del Corazón de Jesús. Lo sabemos, porque don Miguel Grau se los remitió a doña Carmela junto con la carta que le mandara para condolerse por la muerte de su esposo. En ellos estaba presente la fe de Arturo. Aquella que daría plenitud de sentido a cada uno de los actos de su vida, según bien lo revelan las cartas que le enviara a su esposa cada vez que su trabajo lo mantuvo lejos del hogar. Su decisión de saltar a la cubierta del buque enemigo, fue, antes que todo, una decisión de hombre cristiano.

Prat salta a la muerte luego de haber arengado a su tripulación señalando que la patria debía permanecer en alto, flameando en la bandera que no se arría. Es que sabía que ella es la reunión de historia y afectos que dan forma concreta a la existencia humana.
Pero Prat elige saltar a la muerte con la espada en la mano, simbolizando el mando, el orden, la eficiencia y la disciplina de su institución, la Armada de Chile, a la que ya tantas veces había servido con una entrega sin espacios para mezquindades.
Prat salta a la muerte con tres fotografías en el bolsillo interior de su chaqueta: una es de su querida Carmela, las otras, de sus hijos. Es nuevamente Grau, ese gran caballero del mar, héroe a su turno, quien las envía a la viuda junto al anillo de matrimonio. En esas fotos y en ese anillo están los grandes amores de Prat en esta tierra.
Prat, finalmente, saltó a su muerte vestido de gala, mostrando así el sentido de su sacrificio. Él entregó su vida –fue al encuentro solemne con la muerte–, por esos bienes que llevaba consigo, amados sin mancha de egoísmo y simbolizados en esos objetos que portaba: Dios, patria y familia. El sabía que esos bienes eran, a fin de cuentas, los únicos por los que valía la pena vivir y, por eso mismo, los únicos por los que valía la pena morir.

José Luis Widow Lira, Profesor Universitario