¿Quién debe educar?

Felipe Widow L. | Sección: Educación, Familia

La respuesta a una cuestión como ésta exige una pregunta previa: ¿qué es educar? Las distintas contestaciones posibles a la primera pregunta -los padres, el colegio, los medios de comunicación, la sociedad, el Estado, la Iglesia, y todas las variaciones y combinaciones de las anteriores- tienen como punto de partida, invariablemente, una toma de posición previa sobre la naturaleza de la educación y del educar.

Y bien, ¿qué es educar? Si la educación consiste (y el condicional es meramente retórico, porque en esto consiste) en aquél proceso dinámico por el cual el hombre se mueve hacia la adquisición de la perfección que le corresponde en cuanto tal hombre (¿qué es un hombre ‘educado’ sino aquél que se ha hecho verdaderamente hombre?), entonces el educar será la acción por la cual se produce tal movimiento perfectivo. Si la educación se realiza en la posesión y perfección de unas virtudes, intelectuales y morales, entonces educar será constituirse en causa productiva o agente de tales virtudes. Si un hombre educado es aquél que sabe amar a Dios y a sus padres, a la Patria y sus amigos, que es sabio y prudente, fuerte y templado, que conoce y practica la justicia, entonces educar consiste en mover la inteligencia y la voluntad del hombre hacia tales bienes.

Aquí, sin embargo, nos topamos con una paradoja que comienza a responder a nuestra pregunta inicial: ¿quién debe educar? O mejor: ¿quién puede educar? La cuestión es que si educar se trata de mover la inteligencia y la voluntad de una persona, de un sujeto espiritual y por tanto libre de toda determinación exterior, el único que puede educar o, más bien, educarse, es él mismo. Él y Aquél que está más en él que él mismo, Aquél que todo lo ve y todo lo puede, y que dirige dulcemente los corazones de los hombres, cual Maestro Interior, para que alcancen el Bien que les perfecciona.

¿Qué hacen, entonces, padres y profesores, maestros y formadores, pastores y guías? Y bien, la paradoja consiste, precisamente, en que todos aquellos que habitualmente llamamos ‘educadores’ tienen una radical incapacidad para educar. ¿Se trata, luego, del hombre solo y aislado, en estado de total autonomía, que se hace a sí mismo desde la nada? Nada más lejos de ello: aunque nuestros ‘educadores’ sean, por sí mismos, incapaces de educar, aunque sólo la persona -y Dios en ella- sea principio activo de su propia educación, sin embargo, esta misma persona es de naturaleza social, y requiere de los demás en aquel proceso espiritual por el cual libremente se va determinando hacia la Verdad y el Bien que la perfecciona. Educar, decíamos, es mover la inteligencia y la voluntad. Sólo el educando en su intimidad puede ser principio activo de tal movimiento. El mismo educando, sin embargo, abre su inteligencia y su voluntad mediante un doble acto de confianza, que permite que el educador participe de algún modo en aquel movimiento interior en que consiste la educación: se confía intelectualmente mediante la fe (¿qué sería de la educación si el niño no creyese en sus padres cuando le revelan los nombres de las cosas, o en el profesor de matemáticas que le enseña a sumar?) y confía su voluntad mediante la obediencia (¿qué educación habría si el niño no hiciese propia la voluntad del padre que le prohíbe mentir, o la del profesor que le manda callar?).

Pues bien, en la consideración de la fe y la obediencia como aquellos actos de confianza que se constituyen en ejes de toda la educación humana, aparece la clave de la respuesta que nos inquieta: ¿quién debe educar? Sólo aquél que naturalmente sea merecedor depositario de tales confianzas. Y no hacen falta grandes argumentos para entender que todo hombre viene a este mundo naturalmente dispuesto a creer y obedecer a sus padres, que le han dado la vida del cuerpo y están llamados, también, a hacerle progresar en la vida del espíritu.

Los padres, de los cuales los hijos son como una extensión, son los primeros educadores, y tienen el derecho (y la obligación) -absolutamente inviolable, a la vez que irrenunciable- de educar a sus hijos. Toda otra acción educativa será tal sólo en la medida en que participe de la autoridad de los padres. Ni el Estado, ni la sociedad, ni las corporaciones pueden arrogarse el derecho de educar. Su función educativa, cuando les corresponda, será siempre estrictamente subsidiaria, esto es, deberán poner los medios y las condiciones para que los padres puedan desempeñar adecuadamente su función, o colaborar en la misma si fuera del caso, pero de ningún modo son depositarios directos de la fe y la obediencia del educando.
Así, pues, era necesario definir primero qué es educar. Hecho esto, ya sabemos quién debe educar.

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